martes, 31 de julio de 2012

C. DE T. 1 - 53: SZLACHTA


Me desperté con una gran sensación de inquietud por la posible presencia de los viles Tzimisce, los odiosos enemigos de la Casa Tremere. Cuando me incorporé, Irena estaba tumbada en su jergón. Los rigores del viaje y la responsabilidad de alimentarme no habían sido amables con ella. Su rostro pálido contrastaba ya con las ojeras que rodeaban el contorno de sus ojos cansados. No se resistió cuando bebí su sangre, sino que permaneció inmóvil esperando el placer del Beso. Al terminar, la dejé descansar plácidamente sobre el jergón. Iba a llamar a Derlush para que me informase de las novedades del día cuando escuché un gran alboroto en el exterior. Pude ver al salir que algunos hombres estaban discutiendo con Paolos y mi criado. Erik me interceptó antes de que pudiese acercarme a ellos. Me dijo que esa tarde habían encontrado a otro hombre que había desaparecido durante la noche anterior, uno de los del grupo de Paolos al que nadie había echado en falta hasta que fue demasiado tarde. Lo encontraron a un lado del camino, empalado en una larga estaca y completamente despellejado. Toda la caravana había tenido que pasar por delante de aquel pobre bastardo, contemplando impotentes la carnicería. El capitán bávaro quería una explicación. Todos los hombres del grupo la querían porque estaban asustados.

Era cierto. Aquellas personas merecían una explicación que aliviase sus miedos. Mandé detener la caravana, subí al techo y exigí a todos los hombres y mujeres que se acercasen cuanto pudiesen. Les expliqué que estas montañas estaban plagadas de asesinos y bandidos de la peor clase, motivo por el que la fortaleza del señor de Ceoris necesitaba los servicios de tantos mercenarios. Sólo faltaban cinco días para alcanzar la primera de las atalayas defensivas que rodean y separarse del grupo para huir deshaciendo el camino era más peligro que continuar hasta llegar a nuestro destino.

-Cinco días-, les prometí. Debéis ser fuertes durante cinco días más.

La mayor parte de los mortales comprendieron  con disgusto que tenía razón. Separarse de la caravana era una condena de muerte segura y hacer que todo el grupo retrocediese no detendría a los forajidos que nos atacaban. Los que no estaban de acuerdo aguardaban en silencio el mejor momento para poner pies en polvorosa, así que por el momento recorrimos juntos gran parte del camino. No obstante, cuando faltaba poco tiempo para el amanecer, escuchamos aullidos de lobos, que parecían estar más cerca de lo que deberían. Entonces, todo pasó demasiado rápido. Algunas bestias salieron de la maleza en la que estaban ocultas para atacar a los últimos rezagados del grupo de Erik Siegard, arrastrando a dos desafortunados al bosque con ellos. Pudimos escuchar el tormento de los gritos y los ladridos de los lobos con toda claridad. Llegué a la retaguardia justo a tiempo para impedir que Erik y un grupo de mercenarios se separasen de nosotros para rescatar a sus compañeros. EL viejo bávaro estaba a ignorarme, pero cuando le dije que ya estaban muertos entró en razón y detuvo a sus hombres pese a las protestas. Había acertado con él. Pese a que la ira casi lo había hecho caer en una emboscada, fue lo bastante inteligente para reconocer lo que estaba pasando. Volví cansado a mi carromato mientras la caravana continuaba impasible su marcha.

Cuando me desperté a la noche siguiente, salí al exterior para ayudar como pudiese a los mortales cuyas vidas dependían de mí. No pasó mucho tiempo hasta que pudimos ver nuevas señales del enemigo. En un tramo por delante nuestro, habían colgado pieles despellejadas de las ramas de dos árboles a ambos lados del camino. Para no perder más tiempo, nuestra caravana tuvo que pasar por debajo de aquel grotesco arco del triunfo. Las pieles parecían inhumanamente frescas y aún olían a sangre recién derramada. Mientras pasábamos por debajo, pude escuchar los lamentos y los rezos de los mortales. Cuando le tocó el turno a los mercenarios bávaros, uno de los hombres de Erik maldijo al reconocer la piel del rostro de una de las víctimas de los lobos.

Pasaron unas horas más. No hubo aullidos lobunos, ni encontramos más cuerpos despellejados en las lindes del bosque, sino que avanzamos con los nervios a flor de piel por un camino poco cuidado a la par que difícil, rodeado por un bosque espeso a los pies de las montañas. Fueron unas pocas horas de paz que pocos pudieron aprovechar. Sin embargo, pronto hubo nuevo ataque. Tres figuras humanas, horriblemente desfiguradas por protuberancias de hueso y cartílago, salieron de entre los matorrales para atacar a nuestra vanguardia. Los Tzimisce llamaban a sus ghouls de guerra Szlachta. Sus deformidades les otorgaban un aspecto diabólico, pero lejos de ser inútiles, también les conferían una fuerza y una resistencia sobrehumanas. Si a ello le añadíamos las bendiciones propias de la sangre maldita de Caín, eran una guerreros magníficos. Muchos de los hombres bajo el mando de Paolos se quedaron inmóviles como estatuas por el terror o se pusieron a rezar con un inusitado fervor.

Si permitía que los Szlachta llegasen a nuestras filas, provocarían una masacre. Pese a que mis escasos conocimientos bélicos, todo parecía indicar que ese ataque debía ser una distracción. Por tanto, ordené a Derlush y a los ghouls bávaros que se hallaban bajo mi servicio directo que cargasen contra ellos, mientras  tanto yo permanecería en lo alto del carromato atento a cualquier otra señal de ataque por los flancos o la retaguardia. No obstante, no se produjeron más ataques y mis criados destrozaron a los Szlachta, excepto a una de las criaturas que logró retirarse a las lindes del bosque aferrando a otro de los hombres de Paolos. Pudimos oír sus alaridos mucho tiempo después de que hubiésemos dejado atrás aquel recodo del camino. Paolos vino a verme para preguntarme que querían esos monstruos. Aunque sabía que era un ghoul, desconocía qué cosas le había explicado su ama, así que me limité a responderle que esas criaturas eran siervos de nuestros enemigos. Hasta ese momento, parecía que sólo estaban midiendo nuestras fuerzas, por lo que le aconsejé que tuviese listos a sus hombres para soportar un gran ataque en las próximas noches. Él asintió y volvió para reunirse con los suyos.

Miré a mi alrededor. Las gentes que componían la caravana estaban asustadas y exhaustas por la marcha que les estaba forzando a hacer y, aunque eran gentes sencillas con mentes sencillas, los hechos les habían demostrado que les había engañado. Sus enemigos no eran bandidos, sino monstruos y demonios salidos del  mismísimo infierno para torturarlos y arrancarles sus almas en el momento de la muerte. Se habían dado cuenta de que ya no había vuelta atrás. Sólo podían seguirme y rezar como nunca habían hecho con anterioridad.

lunes, 30 de julio de 2012

C. DE T. 1 - 52: IRENA


Cuando me desperté, todo estaba tranquilo. Pude oír con facilidad la respiración de Lushkar, que se volvía  cada noche imperceptiblemente más fuerte. Tras picar prudentemente en la puerta, Derlush entró en el interior para informarme de que el viaje había transcurrido con la esperada normalidad. Siguiendo mis instrucciones, había colocado al grupo de Budap-Pest, liderado por Paolos, a la cabeza de nuestra caravana, mientras que el grupo de Praga a las órdenes de Erik Siegard cerraba la marcha. Nuestro carromato y las provisiones que transportábamos viajaban entre ambos grupos. Derlush creía que en nuestra caravana podía haber fácilmente unas sesenta almas, entre espadas de alquiler, cocineros, criados y prostitutas.

Mi fiel criado también me contó que, antes de abandonar Pest, había comprado los servicios de una joven para que me acompañase durante las largas jornadas de viaje. Hice que la trajese y que nos dejase a solas. Derlush no había exagerado al describirla como "joven". Dudaba que la muchacha hubiese llegado a cumplir dieciséis años, aunque era agraciada y seguramente ya llamaba la atención de muchos mortales. Su trágica historia se me antojó previsible. Su nombre era Irena. Su madre había muerto al traerla al mundo y, cuando apenas tenía dos años, su padre había sido asesinado por un noble sin más motivo que haber tardado en apartarse de su camino, por lo que sus tíos paternos, que habían perdido a su único hijo por culpa de las fiebres de invierno, la acogieron y cuidaron de ella como si fuese de su propia sangre. Durante años, había convivido con ellos, trayendo agua a la casa, haciendo recados y ayudando a su tía a hacer modestos bordados para ganar unas pocas monedas más. Sin embargo, aquellos humildes trabajos apenas bastaban para ayudar a comer todos los días, por lo que poco tiempo después de que floreciese, la convencieron para que vendiese su cuerpo. Al principio, pocos hombres atendían sus insinuaciones, pero el último año había visto aumentar su número de clientes y de regalos. Sin embargo, ella estaba avergonzada y odiaba a sus tíos por haberla obligado a servir en semejante oficio, por lo que cuando escuchó a Derlush intentado convencer sin éxito a una mujer de la noche para que acompañase a su señor en un largo viaje, no había dudado ni un instante en ofrecerse ella misma. Ni siquiera quiso despedirse de sus tíos.

Su historia personal me conmovió. Ella era otra alma perdida en un mundo inmisericorde y cruel. Otra adecuada para unirse a nuestra familia. Por ahora, la necesitaba para nutrirme con su sangre durante el viaje, pero cuando hubiese finalizado mi misión, permitiría que volviese con nosotros a Balgrad. Usé mi Dominación para que no abandonase nuestro carromato a no ser que yo se lo ordenase y después probé el sabor de su sangre por primera vez. Tenía un gusto cálido y fuerte, propio de la juventud. Sólo bebí un poco, pero ella quedó exhausta y su frágil cuerpo quedó dormido mansamente sobre el jergón. La contemplé durante unos instantes con auténtica piedad. Otra alma perdida. En nuestra caravana había sesenta más y yo era el responsable de todas ellas.

Transcurrieron cinco noches, en las cuales el único suceso notable consistió en cruzar un riachuelo de escaso caudal. Viajábamos de día, acampando al atardecer en los lugares más seguros para ello. Habíamos dejado atrás los caminos principales y seguíamos sendas marcadas en mi mapa que nos alejaban de las aldeas y pueblos de las vecindades. Tres noches después, nuestra caravana llegó al encuentro del río Tisza, al que Plinio el Viejo se refería como Tisia o Tissus en su Historia Natural. Dos noches más, y al despertarme, pude ver en el exterior las cumbres de las primeras montañas. Hasta ahora, habíamos disfrutado de un viaje muy tranquilo. Hubo unas pocas peleas entre algunos hombres, cierto, pero ningún problema de cuya gravedad no pudiesen encargarse Erik y Paolos.

Desgraciadamente, la tragedia seguía bien de cerca nuestros pasos sin que lo supiésemos. A la noche siguiente, estaba consultando el mapa cuando escuché gritos en el exterior. Salí del carromato a toda prisa. Los gritos provenían de las últimas tiendas de nuestro campamento, incluso pude escuchar algunas maldiciones pronunciadas en lengua bávara. Cuando llegué al lugar del que procedían las voces, Erik Siegard había llegado antes que yo y trataba de contener a un grupo de sus hombres que observaban a una  figura que colgaba ahorcada bajo las ramas de un grueso árbol. El hombre tenía la carne de su cara derretida, ocultando sus ojos, nariz y boca. Reprimí un escalofrío. A todas luces parecía la obra de un Tzimisce.

Uno de los mercenarios lo bajó del árbol. La desfiguración de la cara de la víctima hacía imposible que nadie pudiese identificarla, pero supimos por sus ropajes que era uno de los nuestros. Pronto averiguamos que su nombre era Johann y que se había ausentado del campamento para orinar en el bosque. Nadie lo había vuelto a ver desde entonces; sus compañeros no dieron la alarma porque creían que estaría en compañía de alguna mujer. Erik me dirigió una mirada cargada de rencor y miedo. No pudo evitar preguntarse qué le había pasado a Johann. Intenté engañarle asegurándole que en esas montañas había numerosos ladrones y asesinos. Seguramente habían derramado aceite hirviendo por su cara antes de ahorcarlo. No obstante, Erik me respondió que había visto las marcas que dejaba el aceite hirviendo y que Johann no mostraba ninguna quemadura. Era un hombre muy perspicaz y sabía que iba a ocurrir algo terrible.

Ordené que diesen sepultada al cadáver y concerté una reunión con Derlush, Erik y Paolos. Les ordené que advirtiesen a sus hombres que bajo ninguna circunstancia debían alejarse solos ni desarmados de nuestra caravana. A partir de ese momento, viajaríamos tanto de día como de noche, sin acampar, para dejar atrás a cualquier grupo de bandidos que habitase por esos parajes. Una vez que me quedé de nuevo a solas en el carromato, maldije mi fortuna. ¡Malditos Tzimisce! Esperaba poder dejar atrás la amenaza, mas la muerte de Johann no presagiaba nada bueno para ninguno de nosotros.

viernes, 27 de julio de 2012

C. DE T. 1 - 51: PAOLOS


Cuando volví a despertarme, la oscuridad de la noche cubría de nuevo las calles de Buda-Pest. El enfado de la noche anterior se había disipado sustituido por un frío pragmatismo al apartar a un lado todas las consideraciones que no tuvieran nada que ver con mis servicios a la Casa Tremere. Esa sería la noche del regreso de la Consejera Therimna y debía estar preparado para cualquier suceso. Así pues, mandé a mis criados que llevasen nuestra carretas al campamento de los mercenarios bávaros y que me esperasen allí. Después, recorrí las calles de Pest hasta llegar a los muelles y, desde allí, cogí un barco que me transportó hasta la orilla de Obuda. Recordaba fácilmente el camino a los baños romanos en los que se escondía la Consejera, por lo que no me llevó mucho tiempo llegar a ese lugar. Los criados me permitieron el paso en silencio y un anciano de rostro arrugado me condujo hasta su señora.

El humor de la Consejera Therimna parecía tan sombrío como el mío. Me informó que debía partir sin demora, esa misma noche si era capaz de encargarme de ello. No me explicó los motivos para tanta urgencia, pero fui lo suficientemente sabio para no preguntárselos. Los dos grupos, el de Praga y el que aguardaba en Buda-Pest desde antes de nuestra llegada, formarían una sola caravana y recorrerían los caminos del norte hasta llegar a Ceoris. Lamentablemente, ella no podría acompañarme en este viaje como había sido su intención, así que yo estaría al mando de todos aquellos mortales. Me incliné ante ella y partí de inmediato para cumplir sus órdenes.

Volví tan rápido como pude al campamento bávaro, donde me reuní en privado con Derlush y Erik. Les expliqué que debíamos unirnos a otro grupo y viajar todos juntos a una fortaleza en las montañas. Por ahora, deseaba que me acompañasen a una reunión para conocer en persona al capitán del segundo grupo y organizar tan aparatoso viaje. Mientras Erik salía fuera de la tienda para ordenar a los suyos que fuesen recogiendo sus cosas, Derlush nos trajo tres caballos. Fuera, contemplé a los hombres que me rodeaban. Había viajado varias semanas en su compañía. Conocía los nombres de muchos de ellos, aunque nunca hubiésemos conversado. Eran hombres rudos y bastos, pero podía confiar hasta cierto punto en que seguirían fielmente las órdenes de Erik Sigard y, por extensión, las mías. Pero ¿sería el otro grupo igual de fiable? Debía averiguarlo antes incluso de partir de la ciudad.

Los tres montamos en nuestros caballos y partimos a un galope tranquilo. No obstante, Erik me había preparado una inesperada sorpresa. Acercó su caballo al mío para que pudiese oírle con claridad y me confesó que no nos acompañaría en este nuevo viaje. Dijo que la muerte me seguía a dondequiera que iba y a mi alrededor sucedían toda clase raros portentos, por lo que prefería quedarse en la ciudad con la paga que se había ganado hasta ahora y seguir con vida para poder contarlo. Para mí fue toda una sorpresa escuchar aquellas palabras, pero mi estupor fue mayor cuando percibí el sincero temor que hacía temblar su voz. Sabía que el mortal era muy perspicacia y que poseía una inusitada inteligencia para alguien de su condición, pero aún así su petición me cogió completamente desprevenido.

¿Qué podía responder? No podía desprenderme de él, porque los bávaros estarían perdidos sin su liderazgo y no aceptarían fácilmente que Derlush reemplazase a su amado capitán incluso aunque sólo fuera durante unas semanas de viaje. Asimismo, la Casa Tremere podía beneficiarse extraordinariamente de un hombre tan extraordinario como él en muchos aspectos. Intenté sobornarlo ofreciéndole más dinero, pero comprobé que el curtido mercenario había aprendido a valorar en mucho más su vida desde que estaba con ellos. Finalmente, le respondí que lamentaba su decisión, pero la respetaría si ese era su deseo. A cambio, le pedía que me acompañase a esta reunión para vigilar al capitán del otro grupo y que compartiese conmigo sus impresiones sobre él en cuanto se terminase la reunión. Erik aceptó visiblemente aliviado y continuamos nuestro camino.

El otro campamento se hallaba al sur de Pest. Un hombre atendió nuestros caballos, mientras otro nos condujo a la tienda de su capitán. El líder de aquel grupo se llamaba Paolos y era un mercenario procedente de Tesalónica. De estatura baja pero de complexión robusta, tenía el pelo corto y moreno, diría casi que sucio, y lucía un gran lunar en lo alto de su mejilla izquierda. Sin embargo, lo más característico de él era el tenue aroma de la sangre Cainita corriendo dentro de su cuerpo. Era un ghoul,  de la Consejera Therimna casi con total certeza. ¿Le había dado órdenes para que espiase? ¿Qué secretos ocultaba  su mente? Les informé a él y a dos de sus hombres de confianza que partiríamos al amanecer y les mostré en un gastado mapa la ruta que seguiríamos durante la primera semana. A medida que fuésemos adelantando camino, les daría más detalles. También les expliqué que, aunque estaba al mando de toda la caravana, normalmente pasaría mucho tiempo en mi propio carromato, acompañado a mi hijo Lushkar, que había sido herido a traición y luchaba por su vida en aquellos mismos instantes. Por esta razón, siempre que necesitasen órdenes o consejo, los capitanes de los dos grupos debían dirigirse a mi fiel criado Derlush, en quien delegaba el mando. Todos los presentes dieron su conformidad a mis instrucciones y acordamos reunirnos en el cruce del norte al alba. A continuación, los tres cogimos los caballos de nuevo para volver a nuestro campamento.

Cuando pasamos junto a un sitio discreto, detuve mi caballo. Erik se acercó creyendo que le iba a preguntar por sus impresiones por Paolos, tal y como habíamos acordado, aunque no pude evitar fijarme en la forma en que apoyó una de sus manos en la empuñadura de su espada. Había llegado el momento de tomar una decisión. No podía fiarme de Paolos, por lo que necesitaríamos a Erik durante las horas del día para ayudar a Derlush a dirigir la caravana. Lo lamenté sinceramente por él. La Casa Tremere lo necesitaba, yo lo necesitaba. Erik no tendría la misma oportunidad de elección que le había dado al judío la noche anterior. Usé mi Dominación para ordenarle que me acompañase durante ese viaje. Intentó resistirse, con una mirada cargada de odio y rebeldía, pero al final mi voluntad se impuso a la suya y tuvo que seguirnos pese a todos sus deseos.

Volvimos al campamento de los bávaros. Algunos de los mercenarios se asombraron de ver de nuevo a su capitán, por lo que supuse que se había despedido de ellos antes de nuestra partida. Estaba seguro de que pronto habría más rumores sobre mí, pero no había vuelta atrás. Lo quisieran o no, ahora pertenecían en cuerpo y alma a la Casa Tremere. Erik se alejó de mí malhumorado y organizó los preparativos del viaje. Derlush me siguió a nuestro carromato, donde le di una última orden. Debía aprovechar las últimas horas de la noche para buscar una prostituta de la ciudad que desease acompañarnos en un largo viaje. Él asintió sospechando que probablemente la usaría para saciar mi sed de sangre durante las largas noches que nos aguardaban.

jueves, 26 de julio de 2012

C. DE T. 1- 50: LIBRE ALBEDRÍO


Nuestros caballos dejaron atrás rápidamente el campamento de los cíngaros. El hijo de Mordecai seguía inconsciente; de hecho, ni siquiera parecía tener pulso. Detuve en seco el caballo. Derlush hizo lo propio y miró alerta los edificios que nos rodeaban. Usé mi visión mística sobre el cuerpo que llevaba. Allí no había ninguna otra aura más que la del caballo y la mía. Entonces, la ilusión se deshizo y pude ver que mis manos aferraban un gran leño en lugar del cuerpo inconsciente del judío. ¡Malditos Ravnos! ¡Me habían vuelto a engañar! La Bestia desenroscó sus anillos en mi interior, gruñendo salvaje, pero logré mantenerla a raya haciendo acopio de mi voluntad. Derlush, que había escuchado mi gruñido furioso, me miraba con ojos temerosos. Ambos permanecimos en silencio unos instantes. Al final, le ordené que volviésemos a la posada a buscar refuerzos.

Volvimos al campamento de los cíngaros poco tiempo después. Hans, Friedich y Karl estaban deseando demostrarme su lealtad usando las habilidades que tan bien dominaban. Habían interpretado correctamente mi enfado y estaban dispuestos a vengar las afrentas, reales o imaginarias, que había sufrido su señor esa noche. Era una visión magnífica verlos pertrechados con sus armaduras y con las armas preparadas para el combate. Derlush, por su parte, llevaba su arco y su carcaj bien provisto de saetas.

Los cíngaros no habían permanecido ociosos desde nuestra partida. Habían colocado un círculo de antorchas encendidas alrededor de los carromatos y todos los hombres del campamento estaban bien despiertos, armados con cuchillos y otras pequeñas armas. Mis criados y yo no hicimos ningún esfuerzo por ocultarnos mientras nos acercamos a ellos. Una vez que estuvimos lo bastante cerca, desmonté del caballo y les dije a voces que esta sería la última oportunidad que tenían para evitar un derramamiento de sangre y que deseaba hablar con su líder de inmediato. Ellos se miraron nerviosos, mas el muchacho que había visto bajo el carromato camino hacia mí sin vacilar.

Era joven y desgarbado, de tez morena y ojos tan oscuros como su enmarañado cabello. Vestía las mismas ropas humildes que los suyos, pero caminaba con aire seguro y confiado. ¡Incluso estaba sonriendo, el muy bellaco! Le exigí que me devolviesen lo que me habían robado, pero él me respondió con firmeza que no se podía robar una persona.

-El judío parecía un prisionero, así que lo he liberado y ahora está bajo mi protección-, añadió pagado de sí mismo.

Sus palabras necias me enfurecieron. ¿No entendía lo que podría pasar esa noche? Intenté serenarme y hacerle entrar en razón. Le expliqué que si era el líder de su gente, tenía la responsabilidad de protegerla y cuidarla, evitando que sufriese ningún daño innecesario. Pude comprobar decepcionado que mi amenaza no le afectó en lo más mínimo. Dijo que su hermana había visto que el judío era poderoso y que estaba destinado a realizar grandes cosas, por lo que tenían que protegerlo. Aquella respuesta sólo parecía confirmar lo que había sospechado. Su hermana debía ser una hechicera mortal, una practicante de la verdadera magia, aunque obrase portentos menores debido la falta instrucción de maestros herméticos como los de la Casa Tremere. Sin embargo, aun así no sabía cuáles serían los límites de su poder y eso la convertía en una pieza peligrosa en aquella partida.

El Ravnos observó mis dudas y me preguntó con desparpajo cuáles eran mis intenciones respecto al judío. Le expliqué que era parte de una deuda contraída con su protector y que nuestro pacto consistía en que lo acompañaría a Buda-Pest y desde allí lo embarcaría en un navío con el que pudiese viajar hasta Constantinopla. Él sonrió al oír mis palabras, respondiéndome que el joven viajaría más rápido y seguro con ellos. Para mi gran irritación, hallé más verdad en sus palabras de la que sospechaba. Tras unos instantes de dura reflexión, le respondí que aceptaría que se marchase con ellos, siempre y cuando viese con mis propios ojos que estaba bien de salud y tomaba libremente aquella elección.

El Cainita se fue al carromato en el que habíamos entrado Derlush y yo hacía menos de una hora y permaneció allí unos instantes. Volvió acompañado del hijo de Mordecai, o al menos, de alguien que se le parecía. El judío retrocedió un paso cuando estuvo lo bastante cerca para reconocerme y se tocó instintivamente la cicatriz de su frente sin comprender del todo lo que estaba sucediendo. Por mi parte, percibí la incomodidad que me provocaba su verdadera fe, pero aun así usé mi visión mística para asegurarme de que realmente fuese él. Su aura era tan dorada y brillante como la primera vez que la había visto en Praga. Al menos esta vez no habían tratado de engañarme. Le expliqué al hijo de Mordecai que lo había raptado de Praga para sacarlo de la ciudad e impedir que sus enemigos lo esclavizasen. Si venía conmigo, le prometí que haría todo lo posible para que llegase sano y salvo a Constantinopla, donde podría tener una vida larga y provechosa. El judío negó despacio con la cabeza, incrédulo. Añadí que no estaría tan seguro con los cíngaros como conmigo y, mientras señalaba al muchacho burlón, le dije que también había un Cainita entre ellos. La sonrisa desapareció del rostro del Ravnos y, por el gesto que se le escapó al judío, deduje fácilmente que aún no le habían revelado ese secreto. Sin embargo, la respuesta del hijo de Mordecai fue decepcionante. Me respondió que al menos ellos no lo habían apresado, así que viajaría junto a su compañía hasta dondequiera que le llevase la voluntad de Jehova.

Pese a mi creciente enfado, me ceñí a lo acordado y acepté la decisión tomada libremente por el judío. Había hecho todo lo posible. No obstante, tuve unas últimas palabras de advertencia para el Ravnos, que esta vez me prestó más atención. Le sugerí sin reservas que nuestros caminos no debían volver a cruzarse nunca, pasase lo que pasase. Luego les di la espalda y volví con mis propios criados, que permanecieron en silencio para evitar convertirse en víctimas de mi furia. Pasé el resto de la noche dentro de mi carromato reflexionando sobre el libre albedrío y los defectos del alma humana. Si bien el Creador nos había creado a Su imagen y semejanza,   no me cabía la menor duda de que, por alguna razón ignota, no nos había dotado también con Su sabiduría. Más tarde, antes de que los gallos cantasen la llegada del sol, me dispuse a descansar durante el día.

A la noche siguiente, decidí volver a mis deberes para con mi Casa. Derlush y yo visitamos el campamento de los mercenarios bávaros para cerciorarnos de que estos días hubiesen transcurrido con normalidad. El capitán, Erik Sigard, me habló de un suceso extraño. Me dijo que aquella misma mañana una joven cíngara, muy hermosa, había venido al campamento y había dejado un "obsequio" para mí. Era un extraño naipe con un dibujo gastado de un hombre con una mitra y una corona. Había oído hablar de ese tipo de naipes en algunos relatos de viajeros que volvían de Egipto y las tierras selyúcidas. Se suponía que ciertos profetas y videntes las usaban para que les ayudasen a traspasar los velos del tiempo. No estaba seguro del todo, pero supuse que el dibujo del naipe representaba a un hierofante o sumo sacerdote. Aquella carta hacía referencia a la tradición y la fe, pero al mismo tiempo, también podía significar la traducción de los secretos del futuro. Le di las gracias a Erik, que no se molestó en ocultar su extrañeza. Hice caso omiso de sus preguntas y, tras asegurarnos de que todo estaba en orden en el campamento, Derlush y yo volvimos al establo donde estaba mi carromato en Pest.

Allí usé mi visión mística sobre el naipe y comprobé que despedía una luz con chispas brillantes, lo que desvelaba que había energía mágica en aquel objeto. ¿Para qué me lo había regalado? ¿Para espiarme? ¿Como regalo sincero por haber dejado que el judío eligiese libremente su destino? ¿O había razones más  ocultas que aún no era capaz de discernir? Demasiadas preguntas y pocas respuestas satisfactorias. Decidí quedarme el naipe para examinarlo con más detenimiento una vez que estuviese de vuelta en mi capilla en Balgrad. Antes del amanecer, desperté a Sana y comprobé sus progresos. Había aprendido nuevas palabras y parecía entenderme mejor lo que le decía. Satisfecho, dejé que descanse un poco más y dispuse todo lo necesario para descansar las horas del día siguiente.

miércoles, 25 de julio de 2012

C. DE T. 1 - 49: LOS RAVNOS


A la noche siguiente salí del refugio de la Consejera Therimna y volví a cruzar el río para regresar a Pest. Mis criados aguardaban mi retorno con impaciencia, mas no habían sufrido ningún incidente durante mi ausencia. No obstante, Derlush tenía que comunicarme malas noticias. En algún momento entre el amanecer y el mediodía, nuestro prisionero, el hijo de Mordecai ben Judá, había desaparecido de la tienda donde permanecía maniatado. Los mercenarios bávaros sólo habían encontrado unas ataduras cortadas, pero ninguna huella que pudiera ofrecer alguna pista de su paradero. Al enterarse, Erik montó en cólera pero había sido lo suficientemente listo para informar sin demora de lo sucedido a mi fiel criado. Por su parte, Derlush había ido personalmente al campamento de los bávaros confiando más en sus propios talentos que en las palabras de aquellos hombres. Su perseverancia se había visto coronada por el éxito. Había hallado dos pares de huellas poco profundas y del tamaño de personas adultas alejándose de la tienda donde estaba el prisionero. Las huellas volvían a la ciudad, internándose en los callejones de Pest hasta desaparecer en la calle principal, donde se perdían entre las marcas de cascos de caballos y el tránsito de los vecinos a lo largo del día.

En ningún momento dudé de la veracidad de sus palabras. Derlush me era completamente fiel y los años pasados como explorador antes de conocernos habían afinado enormemente sus habilidades. Por sus hallazgos, sólo cabía pensar que un desconocido había entrado en el campamento, cortado las cuerdas de nuestro prisionero y lo había sacado de allí de vuelta a la ciudad sin que ninguna de las personas del campamento lo hubiesen visto. De hecho, una proeza semejante sólo sería posible contando con la complicidad de uno o varios bávaros o utilizando algún tipo poder sobrenatural. Sin embargo, ¿quién podría haber hecho tal hazaña? Sospechaba que esa pregunta, más que los medios utilizados, era la clave para hallar el paradero del hijo del difunto rabino. Había habido una filtración, voluntaria o no, que había llamado la atención de uno de los residentes de Buda-Pest. Así pues, me concentré en ir comprobando las posibles fuentes de información, empezando por mi fiel criado. Le ordené que me dijese el nombre del capitán con el que había hablado hacía dos días y que me condujese a su barco. Derlush me respondió nervioso que su nombre era Inshkar. A continuación cogimos los caballos y cabalgamos hacia los embarcaderos de la ciudad.

El navío era una embarcación fluvial de tamaño medio, de aspecto esbelto y buena talla. Desde los muelles no vimos en cubierta a ningún tripulante haciendo guardia, pero no podíamos descartarlo. Le ordené a mi criado que me esperase escondido allí junto a nuestras monturas y subí a bordo sin hacer el menor ruido. La mayoría de los marineros dormían plácidamente envueltos en mantas sobre el suelo de la cubierta, algunos de ellos roncando tan fuerte que podrían haber derribado ellos solos las murallas de Jericó. Caminando con cuidado, bajé hasta las entrañas del barco, donde hallé la bodega y una maltrecha tela que separaba aquel hueco, proporcionando un pequeño espacio privado al patrón de la embarcación, un hombre huraño, de pelo sucio, que le llegaba hasta los hombros, y aspecto esmirriado. Sus ropajes no eran ni mucho menos tan elegantes como el navío del que era capitán, pero al menos parecían más limpios que los de su tripulación. Hice caso omiso de su pesada respiración y taponé su boca firmemente con una mano mientras que con la otra apoyé el filo de mi daga contra su cuello. 

El hombre se despertó sobresaltado pero se hizo cargo muy rápido de su apurada situación y se comportó con la prudencia que esperaba de él. Tras ofrecerle las debidas amenazas, le pregunté si le había dicho a otra persona que alguien había reservado pasaje en su navío para un judío con intención de arribar en Constantinopla. Inshkar me confesó que así había sido. Con una voz tan temblorosa como el fuego de una tea, me explicó que se lo había dicho a un cíngaro llamado Mayca. Normalmente solía preguntar por el contenido de los cargamentos que llegaban a Buda-Pest, pero aquella vez le había preguntado también por las personas que iban a partir de la ciudad. Vivía con los suyos en un campamento cercano a la puerta este de Pest. Al comprobar que no sabía nada más, lo Dominé rápidamente para que se durmiese en el acto. Después, salí del barco con tanto sigilo como había entrado.

Nunca había visto con mis propios ojos a un zíngaro, pero existían abundantes rumores sobre ellos. Unos decían que eran músicos y artistas circenses que vagaban de un lugar a otro sin permanecer nunca demasiado tiempo en una misma ciudad. Otros aseguraban que eran criminales y ladrones de la peor calaña, gentes sin honor que pedían auxilio al tiempo que robaban cualquier cosa de su agrado. Y aún había unos pocos rumores que los condenaban por dedicarse a prácticas blasfemas como la profecía y la hechicería. Por otro lado, se decía que los miembros del clan Ravnos sólo compartían su maldición con sus parientes cíngaros y la reputación que precedía a estos Cainitas era una de las peores en el deshonroso mundo de los descendientes de Caín. Los rumores también decían que los Ravnos tenían extraños dones de la sangre, que les ayudaban a engañar a sus víctimas.

Sin perder tiempo Derlush y yo nos dirigimos directamente al campamento de los cíngaros. Tal y como había asegurado Inshkar, hallamos su campamento cerca de la puerta este de Pest, en un pequeño descampado lleno de hierbajos y maleza. Seis carromatos de madera pintada con vistosos colores formaban un círculo alrededor de una hoguera, que ardía en el centro. Dos cíngaros permanecían sentados y ocultos entre la maleza  pero se incorporaron rápidamente cuando escucharon acercarse a nuestros caballos. Sin perder el tiempo, les dije que quería hablar con su jefe. Ellos me aseguraron que no estaba en el campamento y que debía volver al día siguiente por la mañana si quería hacerlo. Usé la Dominación para que uno de aquellos hombres me dijese dónde estaba el judío. El cíngaro señaló uno de los carromatos con un gesto ausente mientras el otro le insultaba sorprendido. Sonreí para mis adentros. Había encontrado a nuestro prisionero desaparecido.

Volviendo a usar la Dominación, le ordené al cíngaro que me trajese de inmediato al judío. El hombre se volvió y avanzó un par de pasos antes de que su compañero se arrojase sobre él y gritase algo en una lengua desconocida para mí, aunque era evidente que estaba avisando a todo el que pudiese oírle. Derlush y yo pasamos a su lado con los caballos hasta alcanzar el carromato que nos habían señalado. Los perros ladraban con ferocidad ante mi presencia, sintiendo instintivamente mi maldición. Sus ladridos despertaron a todos los hombres y mujeres del campamento con semejante alboroto. Le ordené a Derlush que entrase en el carromato mientras yo vigilaba a los cíngaros, que nos observaban con miradas hoscas y temerosas al mismo tiempo. Pude escuchar una palabra que se repetían entre sí con miedo. "Vampyr, vampyr", decían mientras realizaban signos de protección contra el mal de ojo. Sin embargo, ninguno de ellos trató de detenernos o de interponerse en nuestro camino.

Derlush salió furioso del carromato diciendo que allí no había nadie. Yo mismo descendí de los caballos para comprobarlo en persona, mientras él vigilaba nuestros caballos. Tenía razón, dentro de aquel carromato no había nadie. ¿Se hallaba oculto en algún doble fondo? ¿O es que había algún Ravnos oculto usando sus poderes para confundir mi mente? El cíngaro había dicho que el judío estaba allí, pero no podía ver a nadie. Tendría que confiar en sus palabras. Salí del carromato e invoqué el aliento del dragón, provocando que una espesa niebla cubriese la zona de inmediato. Aquello aterró aún más a los mortales. Uní mis voces a las suyas, gritando que se me había robado algo que me pertenecía y no que dañaría a nadie si me lo entregaban inmediatamente. Aunque estaban asustados, ninguno de los cíngaros dijo ni una palabra que me ofreciese una pista sobre el paradero del judío. Los ladridos de los perros eran lo único que rompía el tenso silencio.

Cansado de tales juego, ordené a Derlush que atase su caballo al carromato para llevárnoslo. Mi criado obedeció tan rápido como pudo, pero cuando hizo que el caballo se pusiese en marcha, las bridas se soltaron y el animal trotó libre unos instantes, haciendo que Derlush cayese violentamente al suelo y arrastrándolo durante unos escasos metros. Ya había visto sucesos parecidos con anterioridad. Aquello era magia, realizada de forma sutil, pero hechicería al fin y al cabo. Enfurecido, cogí un cubo de agua y arrojé su contenido al interior del carromato. Hubo una zona donde el agua no cayó de forma adecuada, revelando la presencia de algo que permanecía invisible a la vista. Estiré mi mano y cogí a nuestro prisionero. Estaba inconsciente, pero lo alcé en brazos y lo subí a mi montura. Derlush había recuperado su dignidad y también se subió al suyo. Mientras nos alejábamos al galope, pude ver a un chico debajo de uno de los carromatos.  Era un cíngaro, puede que incluso un Cainita, y parecía estar sonriendo.

martes, 24 de julio de 2012

C. DE T. 1- 48: RUSANDRA


Los dos caminamos por las calles de Pest hasta llegar al río, donde el mismo barquero que me había llevado la noche anterior de  un lado a otro de la ciudad conversaba ahora animadamente con María, como si fuesen viejos conocidos. Estaba seguro de que lo más probable es que fuese uno de sus criados, un espía que la informaba puntualmente de todas las idas y venidas de todas las personas con hábitos nocturnos que pasaban por su embarcación. Una vez que desembarcamos en la orilla opuesta, María me condujo por las calles y callejuelas de Obuda hasta que al final llegamos un edificio, hecho enteramente de piedra y de grandes dimensiones que se hallaba cercano a la colina del ermitaño. Cuatro guardias, que despedían el inconfundible olor de la sangre Cainita en sus venas, vigilaban la entrada, bien pertrechados y armados. No obstante, nos dejaron entrar sin hacernos pregunta alguna.

Una vez dentro, me di cuenta de que nos encontrábamos en una casa de baños que había visto en el pasado mejores tiempos. La falta de luz no podía ocultar las grietas y la suciedad que se arremolinaba en paredes y esquinas. Caminamos pasando junto a varias pilas comunales e individuales, vacías todas ellas, aunque había numerosas filtraciones de agua. Por fin llegamos a una gran cámara iluminada por una única antorcha anclada en la pared y dominada por una piscina vacía. Allí nos esperaba una figura, vestida con una túnica larga y una máscara blanca y con una prominente nariz picuda. María fue la primera en romper el silencio reinante recordándole al extraño que había prometido que me traería y luego se internó en la oscuridad otro de los corredores que conducían a aquella cámara. Tenía una buena cantidad de preguntas que quería hacer a aquel enmascarado, mas yo también permanecí en silencio esperando que fuesen ellos los primeros en mostrar sus intenciones. Durante algunos instantes, estuve convencido de que iban a atacarme y deshacerse de mis restos en aquel edificio abandonado. María volvió acompañada esta vez de otras tres figuras enmascaradas, una de ellas era una mujer, que se detuvieron al inicio del corredor. Ella siguió caminando hacia mí, para abrazarme apoyando su cabeza contra mi espalda.

-Sé bienvenido a nuestra ciudad, Dieter Helsemnich, del clan Tremere, -anunció el enmascarado con voz ahogada por la máscara que llevaba.

La gravedad de sus palabras me confirmó mis peores temores, mas respondí con aplomo devolviendo el saludo con todas las formalidades adecuadas. El extraño me preguntó inmediatamente por los Cainitas que conocía en Buda-Pest, en concreto por Buslcu y su senescal Vencel Rikard. Mi respuesta fue breve, ya que sólo había visto al segundo la noche anterior para presentarme ante las autoridades de la ciudad. Hubo un pequeño silencio, roto cuando preguntó qué ofrecía Bulscu a los míos. Respondí con cierta brusquedad que eso sólo lo podían saber mis superiores y que no era responsabilidad mía conocer aquellos detalles. María , conciliadora, intervino entonces para contarme con voz juguetona que Bulscu jugaba al mismo juego con jugadores diferentes. Por supuesto, aquello llamó mi atención, como ella sabía que ocurriría, y le pedí que fuese más concreta. Sin embargo, fue la figura enmascarada la que aclaró esa oscura cuestión. Me explicó que Bulscu apoyaba a los Tzimisce al mismo tiempo que daba un apoyo indirecto y muy discreto a la Casa Tremere, de forma que fuera quien fuese el que ganase al final nuestra pequeña guerra, quedase en deuda con él. No obstante, el señor Hardestatd el Viejo estaba haciendo perder influencia a Bulscu como señor de oriente del clan Ventrue.

Hablando con cierta arrogancia, el enmascarado también dijo que los Tremere éramos jóvenes e ingenuos para el criterio de los descendientes de Caín y que habíamos pactado una alianza a través de la cual ganamos cierta presencia en la corte de Bulscu y caravanas de refuerzos y suministros para Ceoris, a cambio de apoyarlo con nuestros poderes místicos. Parecía un trato muy desventajoso, según él, dar tanto para recibir tan poco. Sin embargo, también afirmó que había otros aspirantes al trono de la ciudad, que nos prometían un apoyo más directo contra nuestros enemigos Tzimisce si nos uníamos a su conspiración. Por eso había tenido lugar esa reunión secreta. Me habían elegido para que llevase esa oferta diplomática a los míos.

Por fin, habíamos llegado al quid de la cuestión. Aliviado al sentirme más seguro, les respondí que aceptaría de buena gana el papel de mensajero de dicha oferta si ellos me desvelaban sus nombres y linajes para dar mayor solidez a mis palabras cuando hablase con mis superiores. No obstante, ellos se negaron por completo a esa posibilidad, temiendo que al hacerlo sus no vidas corriesen peligro. Conciliador, pedí entonces un rostro y un nombre, algo mucho más aceptable para ellos, aunque ninguno parecía desear hacer ese gesto. Fue María la que intervino en ese momento, susurrando en mi oído un nombre, Rusandra, y desvelándome un dedo retorcido y ennegrecido, que segundos antes parecía joven y normal, como prueba de lo que decía. Hacía cinco años, se había descubierto que una Nosferatu llamada Rusandra había suplantado a la Princesa Nova Arpad del clan Ventrue. Los dones malditos de la sangre de Caín permitían a los Nosferatu volverse invisibles a voluntad o engañar los sentidos ajenos para adoptar el aspecto de otra persona. Se decía que Rusandra había conseguido mantener su engaño durante mucho tiempo antes, lo que le había incrementado su lista de enemigos personales. Hasta donde yo sabía, los Ventrue habían movido sus hilos para convocar una Caza de Sangre contra ella en muchas ciudades de los reinos cristianos orientales. El hecho de que se arriesgase a mostrar su participación en la conjura contra Bulscu era un gesto de valentía y desafío a sus enemigos, pero que también constituía un importante respaldo a la oferta de los conjurados. Por ello, acepté ser el mensajero de su oferta.

Satisfecha, Rusandra me acompañó a la salida manteniendo aún la apariencia de una joven de aspecto hermoso y saludable, pero cuando estuve convencido de que los otros Cainitas no podrían escucharnos, me detuve a mitad para proponerle un trato en susurros. Yo le daría información sobre un poderoso aliado que podría ser muy útil para su conspiración si ella me revelaba la identidad y el linaje del único Cainita que había permanecido en silencio durante toda la reunión. Ella pareció dudar, desconfiando de mí o de la importancia de lo que iba a compartir con ella. Sonriendo amistosamente, le aseguré que entendía su reticencia dada las calumnias que precedían a mi clan y que cumpliría mi parte del trato en primer lugar; si ella consideraba que no era una información especialmente jugosa, podría darme el nombre y el linaje de cualquiera de los otros conjurados. Ella aceptó con una sonrisa siniestra que afloró en el falso rostro que había adoptado, diciéndome que "existían secretos mortíferos que se llevaban a la tumba a los que los guardaban". Acepté sin sentirme atemorizado por su amenaza implícita y le revelé que existía un antiguo Cainita llamado Dominico, que lideraba a un pequeño ejército de mortales a pocos días de distancia de Buda-Pest y que había jurado venganza contra Bulscu, su antiguo ghoul, al que los Ventrue recompensaron otorgándole el Abrazo por su traición contra su antiguo señor. Desde entonces, Dominico buscaba venganza contra Bulscu, lo que le convertiría en un aliado valiosísimo contra el actual gobernante de Buda-Pest.

Rusandra escuchó mi relato con gran atención y estaba tan complacida por las noticias, que me reveló sin más trabas la identidad de la persona que le había pedido. Me contó que Bulscu había tenido tres chiquillos. Uno de ellos había acabado con su propia no vida hacía muchos años, el otro era Vencel Rikard, el Senescal de su corte, y el último era el obispo Geza Arpad. La figura silenciosa que tanto me había intrigado era este último chiquillo. Aquella era una revelación muy importante, una por la que mis superiores me recompensarían generosamente. Asentí satisfecho por sus palabras y luego me despedí de ella deseándola toda la buena suerte que uno podía tener en esos agitados tiempos.

Desde allí, me dirigí directamente a los baños romanos propiedad de la Consejera Therimna. En el caso de que Rusandra me estuviese siguiendo fuera mi vista, esperaba que aquel gesto fuese la confirmación de que llevaría buen destino el mensaje de su compañeros. Siguiendo las instrucciones que les había dejado su señora, los criados de la Consejera me dejaron entrar cuando dije quién era y me llevaron a una oscura cripta que me serviría bien para descansar durante las horas del día. Mientras hacía los prepartivos habituales, no pude evitar hacerme numerosas preguntas sobre la Consejera Therimna. ¿Qué papel jugaba en aquella trama? Sin duda, era partidaria de la alianza con Bulscu, por lo que si quería seguir existiendo debía ocultarle la verdad hasta que estuviésemos en Ceoris. Aparte de su enemistad pública con Paul Corwood, el maestro de espías de Ceoris, eran pocas las cosas que sabía acerca de ella. Sin embargo, el sopor de las horas del día me alcanzó mientras seguía reflexionado sobre aquellas cuestiones.

lunes, 23 de julio de 2012

C. DE T. 1 - 47: UNA MUJER LLAMADA MARÍA


Cuando me desperté a la noche siguiente, pude comprobar que mis criados habían seguido fielmente mis últimas instrucciones, ya que nuestro carromato estaba en un nuevo almacén, más pequeño que el anterior, aunque con peores olores. Derlush estaba esperándome, preparado para informarme. Había hablado con cinco prostitutas, que me esperaban en una de las habitaciones de la posada de los Tres Barriles. También me explicó que había un navío descargando mercancía que partiría río abajo dentro de cinco días. Había hablado con el capitán del barco y le había pagado por el pasaje de nuestro prisionero. Satisfecho con su diligencia, le dije que no creía que necesitase más sus servicios durante esa noche, por lo que él y el resto de los criados podían descansar cuanto quisieran.

La posada de los Tres Barriles era una de las mejores casas de Pest, un lugar perfecto para comerciantes y viajeros de paso que no tuviesen familiares con los que quedarse durante su estancia en la ciudad. No se hallaba lejos del Mercado de Ganado y su dueño era famoso por la calidad de la cerveza y la comida que servía a sus inquilinos. Derlush había escogido bien. Al entrar, pude ver que el salón estaba lleno de personas, solas o reunidas en grupos pequeños, y había un murmullo constante de múltiples voces en varios idiomas. Me acerqué al ocupado mesonero, preguntando por la habitación donde mis primas aguardaban mi llegada. El hombre, bien entrado en carnes y parcialmente calvo, sonrió con complicidad al oír mis palabras. Me respondió que ellas ya había llegado y que me esperaban todas juntas en las habitaciones de arriba.

Efectivamente, en el pasillo de las habitaciones esperaban cinco mujeres conversando en voz baja entre ellas. Debía reconocer que Derlush se había esmerado en su cometido. La mayoría de ellas eran jóvenes, ninguna mayor con más de veintidós años, de rostros hermosos, miradas audaces y cuerpos que podían mostrar gran generosidad ante el sonido inconfundible de una bolsa llena de monedas. Me acerqué a ellas y les expliqué que mi criado había tenido muy buen gusto al elegirlas. Mentí diciéndoles que era un ocupado pero próspero comerciante que estaría diez días en la ciudad. Esa noche elegiría a cuál de ellas me calentaría la cama durante el tiempo que estuviese en Buda-Pest, pagándola generosamente por sus servicios. Mi historia atrajo inmediatamente su atención y observé satisfecho las miradas complacientes que me dirigían.

Elegí a una de aquellas muchachas, una joven bajita de pelo castaño y curvas generosas, y entramos juntos a la habitación. Ella se quitó despacio la ropa, mostrando toda la hermosura de su juventud y quedánse pronto como su madre la había traído al mundo. Sin duda, pensaba que yo era otro cliente más con el que debía fingir un poco para poder comer unos cuantos días más. Acaricié despacio su cara durante unos instantes mientras trataba de contemplar su vida corriendo ante mis ojos y luego la besé con fuerza. Sus labios sabían a vino y juventud. Ella me correspondió con habilidad, abrazándose a mí para que sintiese sus carnes contra mi cuerpo y arrastrándome a la cama mientras iba aflojando mi cinturón. Besé su cuello varias veces antes de hundir mis colmillos. Ella balbuceó por el repentino dolor, pero pronto se rindió al placer del Beso de los descendientes de Caín. Su sangre era fuerte y me hundí en su sabor, sintiendo cómo su vitalidad devolvía una apariencia de vida a mi cuerpo no muerto. Lentamente, desapareció otra de las cicatrices que había sufrido a manos de los licántropos durante mi estancia en Praga.  Cuando dejé de beber, la joven estaba agotada. No hacía falta que usara mi Dominación sobre ella para que durmiese, pero aún así lo hice para que no se despertase hasta el día siguiente. Seguía necesitando más sangre y no quería que se despertase en un momento inoportuno. Ella se tendió en la cama, sin resistencia, durmiendo plácidamente. Lamí su cuello para borrar las marcas dejadas por mis colmillos y luego me incorporé para hacer pasar a la siguiente.

Mi nueva víctima era un poco más alta que la joven que dormía en la cama y tenía una sonrisa descarada, casi burlona. Caminaba con seguridad y confianza. Su melena era del color de las hojas caídas en otoño y sus ojos eran dos piedras brillantes llenas de energía e inteligencia. Lo primero que hizo al entrar fue observar la cama y preguntar por qué su compañera tan profundamente. El tono con el que hizo aquella pregunta hubiera hecho sonrojarse a cualquier mancebo. Era una joven muy atrevida. Me acerqué a ella respondiéndole que pronto sentiría el motivo. Ella me sonrió, mientras yo estiraba mi mano para coger la suya, pero ella retrocedió entonces evitando el contacto mientras seguía mostrando una sonrisa cargada de complicidad. Sus provocaciones habían despertado un poderoso anhelo dentro de mí. La Bestia Interior quería más sangre, su sangre, y yo no podía hacer otra cosa que estar enteramente de acuerdo con sus demandas. Con seguridad, la joven se echó un poco de vino de una jarra de arcilla en un vaso y bebió con lentitud sin perderme de vista. Fascinado, le pregunté cómo se llamaba.

-María, como la madre de Dios -me respondió sugerentemente.

-O como la Magdalena -repliqué burlón.

Ella se rió con naturalidad, sorprendida sinceramente por mis palabras. A continuación me hizo una oferta inesperada: traer otra chica para que las dos jugasen para mí. Permanecí callado unos instantes mientras pensaba su oferta. Mi curiosidad pudo más que la cautela y le permití que llamase a quien quisiera. Ella eligió a otra muchacha, una llamada Anna, que entró desconcertada, pero sonriente. Mientras ambas se sentaban al pie de la cama, yo apoyé mi espalda contra la puerta para impedir que María escapase. Por alguna razón, presentí que María quería me uniese a ellas, que bajase la guardia, por lo que permanecí alerta. Sin embargo, ella no trató de huir, sino que desvistió entre risas y juegos a Ana, mientras me seguía mirando con aquella mirada tan provocativa. Las dos comenzaron a besarse. María, que aún seguía vestida, acarició con soltura los pezones de su amiga mientras su lengua relamía los labios de Anna.

La joven cogió la jarra de vino que había usado antes y derramó su contenido generosamente sobre los pechos de Anna. El líquido rojo parecía sangre derramándose sobre las curvas de su compañera. Aquello excitó más mi imaginación. No pude evitar imaginarme el sabor de su sangre recién derramada. Mi Bestia Interior se agitaba violentamente ante aquel espectáculo, mas hice gala de todo mi autocontrol para permanecer quieto, ya que había perdido cualquier posible atisbo de serenidad. Mi mirada no podía ocultar mi lucha interior. María la percibió sin dificultades y llevó el juego más lejos, acariciando las piernas de Anna sin detenerse cuando llegó al pubis. El corazón de la chica empezó latió con fuerza, incluso yo lo pude sentir a pesar de la distancia que nos separaba, y no pudo evitar gemir de placer cuando los dedos juguetones de la primera repetían sus movimientos en aquella zona.

A continuación María besó el cuello de Anna, que se estremecía de placer, y, tal como me esperaba, hundió su colmillos en su piel, derramando su sangre y bebiéndola lujuriosamente. Agitado pero con la Bestia aún bajo control, me acerqué a las dos y también mordí el cuello de Anna, estremeciéndome al probar su sangre.  Al levantar la vista, comprobé que María me estaba mirando. La sangre derramada manchaba sus labios y su barbilla, pero sus ojos seguían ofreciendo la misma mirada descarada de la que había hecho gala cuando entró en la habitación. Presa de la pasión, besé sus labios sin pensarlo. Nuestras lenguas se tocaron en aquel beso, lamiendo la sangre de Anna que aún quedaba en nuestras bocas. Luego me aparté y lamí el cuello de la joven. Anna aún vivía, pero los latidos de su corazón eran muy débiles. María hizo lo mismo. Después, tendimos el cuerpo de la joven en la cama, junto a la primera prostituta.

Más calmado y sereno, le pregunté quién era y qué quería de mí. Ella se rió. Durante unos instantes, temí para mis adentros que se tratase de la Toreador de la que me había advertido la Consejera Therimna la noche anterior. María me aseguró sin perder su buen humor que no debía temer nada, ya que sólo quería llevarme a una reunión secreta con sus aliados, que también pertenecían a la prole de los descendientes de Caín. Pese a mi insistencia, se negó a explicarme previamente quiénes eran. Por supuesto, aquello podía ser una trampa orquestada por Roland o por algún otro Cainita enemigo de la Casa Tremere. No obstante, le pedí a María que me dijese su nombre verdadero y el linaje del que procedía como muestra de buena voluntad, pero ella se negó desafiante. Ante su obstinación, decidí rechazar su oferta, lo cual pareció enfurecerla.

-Si Dieter no acepta acudir a nuestra reunión, mis aliados y yo tendremos que reunirnos forzosamente con él en la posada donde se esconden sus criados -me amenazó con frialdad.

Maldije en silencio mi fortuna. Ella sabía demasiado. Conocía mi nombre, mi linaje verdadero e incluso sabía dónde se hallaban mis criados a pesar de que nos habíamos trasladado durante las horas del día. Sus palabras estaban cargadas de tantas amenazas implícitas que no tuve más remedio que claudicar ante sus exigencias. Cuando salimos de la habitación, les dije a las dos muchachas que aguardaban al otro lado de la puerta que había escogido a María, les dí monedas suficientes para pagarlas a ellas y a sus compañeras y dejé que la Cainita me guiase por las calles hacia el lugar de la misteriosa reunión.

viernes, 20 de julio de 2012

C. DE T. 1 - 46: VENCEL RIKARD


Los criados mortales se apartaron para dejar pasar a su señor y anunciar al Senescal y Príncipe en funciones de Buda-Pest, Vencel Rikard. El Cainita tenía un aspecto joven y magnífico. Su cabello castaño claro y corto contrastaba con sus pálidos ojos azules. Vestía ropajes de excelente calidad, con motivos florales, aunque no eran tan ostentosas como las que lucía Roland y su único adorno consistía en un solitario anillo de oro en uno de sus pálidos dedos.

Roland hizo una elegante reverencia, que traté de imitar fingiendo más torpeza de la necesaria. La Consejera Therimna también se inclinó rápidamente ante el Senescal de Buda-Pest, que esperó con paciencia a que terminásemos las oportunas reverencias para despedir a Roland. Éste obedeció saliendo de la cámara con toda la humildad que pudo reunir, poca en realidad, y cerró la puerta por la que habíamos entrado anteriormente Therimna y yo con una última mirada cargada de odio y dirigida contra mí.

Pasaron unos instantes antes de que el Senescal se dirigiese a la Consejera Therimna para indicarle que los suministros de Buda-Pest ya estaban preparados. Ambos hablaron un poco más en ese tema, excluyéndome por completo de la conversación, aunque pude comprobar que Bulscu había confiado a su Senescal no sólo la presencia de mi Casa en su ciudad sino también los pactos de entrega de suministros. Me pregunté en silencio cuántas personas más estarían al corriente de aquellas delicadas cuestiones de un modo u otro.  Por fin, Vencel Rikard se volvió hacia mí para preguntarme quién era. Le respondí con sinceridad. El Senescal pareció conforme y luego me ordenó que les dejase a solas. Obediente, salí a esperar en el oscuro pasillo, aunque lejos de la puerta para que la Consejera Therimna no creyese que había estado escuchando su conversación junto a la puerta.

Pasó un largo tiempo hasta que la Consejera Therimna salió de la habitación. Su rostro seguía mostrando neutralidad y calma, sin darme ninguna pista de su estado de ánimo. De nuevo, permanecimos en silencio mientras caminamos por los corredores del castillo, hasta salir y deshacer el camino que nos había traído aquí. Sin embargo, cuando volvimos a caminar por las calles de Obuda, la Consejera Therimna rompió su silencio para explicarme que había un segundo grupo de suministros dirigido por el maese Paolos, esperando a las afueras de Pest. Debía tener preparados a este grupo y al que había traído desde Praga para dirigirnos a Ceoris una vez que ella regresase después de cinco noches. Asentí con cautela ante sus instrucciones.

La Consejera también me aconsejó que evitase los enfrentamientos con otros Cainitas. Por mi seguridad, el Príncipe me permitiría descansar en el castillo mientras permaneciese en Buda-Pest. Tras pensarlo unos instantes, rechacé educadamente ese honor, pensando que la mejor forma de evitar conflictos sería rehuir de los lugares donde se reunían otros Cainitas, como la corte del Príncipe, por ejemplo. La Consejera Therimna debió sospechar los motivos de mi respuesta, porque me dio nuevos consejos. Me dijo que Roland y una Toreador llamada Arianne eran dos víboras en la corte que se entretenían con otros Cainitas poniendo en peligro a sus esclavos y a las personas que fuesen cercanas a ellos. Me tomé seriamente esa advertencia. Roland no había disimulado en absoluto su rencor, aunque lo hubiese adornado con cortesías y palabras elegantes, y no estaba dispuesto a permitir que alimentase su odio con la muerte de ninguno de mis criados.

La Consejera también me dijo que había rumores de la presencia de un antiguo y peligroso Malkavian morando en las callejas de Obuda. No pude contener un estremecimiento. ¿Sería el mismo Cainita que me había dicho toda clase de locuras la última vez que vine a Buda-Pest? Nunca me había llegado a decir su nombre, pero sí recordaba que algunos mortales lo llamaban Havnor. Permanecí en silencio recordando aquel momento siniestro.

La Consejera Therimna ignoró la dirección de mis pensamientos y siguió contándome que también había escuchado que había un grupo de Ravnos morando en Pest. Aunque decían que no servían a ningún señor Cainita, habían llegado por los caminos rurales y, por tanto, se sospechaba que podían estar aliados de alguna forma con Dominico de Cartago.

Ya habíamos vuelto a las puertas de la casa de baños que la Consejera Therimna usaba como refugio cuando me contó una última e inesperada advertencia. Me previno contra el mismo Bulscu, confiándome que era viejo y que contaba con extraños aliados. Además, había escuchado rumores de que a veces sus sirvientes le proporcionaban Cainitas para que se alimentase por completo de ellos. Asentí en silencio reprimiendo otro escalofrío.

La Consejera Therimna me repitió una vez más que todos los preparativos deberían estar terminados cuando ella regresase y, por último, me dijo que podía usar su refugio durante las próximas noches siempre que así lo quisiera. Le di las gracias, despidiéndome de ella tan educadamente como pude y me alejé rápido por las calles de Obuda.

Caminé directamente hacia las orillas del Danubio y pagué a un barquero para que me llevase a la otra orilla del río, desde donde caminé por las calles de Pest, alerta por si descubría a alguien siguiéndome, hasta que llegué al almacén donde estaban nuestros carromatos y mis criados. Derlush estaba despierto, así que le ordené que buscase a Hans, Friedich y Karl. En lugar de seguir cuidando de Erik, deberían permanecer con nosotros protegiéndonos durante el día. También le ordené que al día siguiente buscase un barco en los muelles que descendiese el Danubio para llevar a un pasajero. Mi plan consistía en conseguirle cuanto antes un pasaje al hijo del rabino y cumplir mi parte del acuerdo con Josef antes de que surgiesen más dificultades. Además del asunto del barco, le encargé a Derlush que al día siguiente contratase también a cinco prostitutas y que me esperasen en una de las posadas de Pest. Los rigores del viaje, y la discreción de la que había hecho gala para no empeorar los rumores de los mortales que viajaban con nosotros, habían hecho que me encontrase necesitado de sangre fresca. Esas mujeres podrían ayudar inconscientemente a aliviar mi sed.

Derlush partió de inmediato. Durante el tiempo que pasó hasta que regresó mi fiel criado, comprobé que el resto de mis sirvientes estuviesen bien. Lushkar seguía convaleciente y Sana dormía plácidamente a su lado. Una vez que Derlush volvió acompañado de los tres bávaros, les ordené que descansasen lo que restaba de noche, excepto Karl, que debía hacer guardia conmigo. Luego, me senté en los escalones del carromato y esperé pacientemente a que pasaran las horas.

No obstante, después de un largo tiempo, percibí la presencia de unas sombras huidizas en el callejón que daba acceso al almacén. No estaba seguro del todo, pero podía jurar que esas sombras se comportaban de forma parecida a como lo habían hecho las empuñadas por Lucita en el Paso de Tihuta hacía ya varios años.   Fingí que no había visto ese fenómeno y me quedé esperando en tensión, preparado para sufrir algún tipo de ataque. No obstante, no ocurrió nada parecido. Cuando faltaba menos de una hora para el amanecer, las sombras retrocedieron y se alejaron del callejón discretamente. Esperé un poco más y luego ordené a Karl que buscasen otro lugar donde descansar durante el día y que nos trasladasen a todos inmediatamente allí.

Reluctante, me introduje en el carromato para descansar durante el día. Desde que había partido de amada Balgrad no había conocido la paz ni el descanso. Primero Satles, después Praga y ahora Buda-Pest. Eso sin contar con los peligros propios del viaje a través de los caminos rurales. Ansiaba volver a la seguridad de mi capilla y a las comodidades de mi ciudad.  Pero aquí estaba, en otra ciudad rodeado de enemigos y de posibles amenazas. Por ahora, lo más sensato parecía únicamente ser desear que no nos atacasen durante las horas del día.

jueves, 19 de julio de 2012

C. DE T. 1 - 45: ROLAND


Nuestros pasos nos alejaron de Obuda para acercarnos a los muros de su vecina Buda. Los forasteros solían tener problemas para distinguir aquellas zonas urbanas, pensando que eran distritos diferentes de una misma ciudad. En realidad, la urbe que llamaban Buda-Pest estaba formada por tres ciudades, Buda, Obuda y Pest, que habían crecido lo suficiente para formar una sola región urbana.  La primera era la hermana mayor de las tres, con sus lujosas casas señoriales y su impresionante castillo en la colina llamada Var-Hegy. La humilde Pest seguía defendiendo su independencia, hasta que la guerra llegaba a sus lindes, momento en que sus vecinos buscaban refugio en Buda. Siendo la hermana mediana, Obuda se resignaba a albergar los edificios solariegos de la baja nobleza, pero también el beneficioso Mercado de Ámbar, donde se vendían ámbar, pieles y perfumes venidos desde los principados de la Rus de Kiev. Todo  ello creaba un sinfín de confusiones y malentendidos que agitaban la vida de los mortales locales y forasteros.

Mi última estancia en Buda-Pest había sido más bien breve y apenas había discurrido por las calles de Buda, mas la Consejera Therimna guió nuestro paseo con seguridad y experiencia. Un guardia nos permitió entrar por una de las robustas puertas de la muralla, cuyas piedras tenían incrustados trozos de metal ferroso. Los supersticiosos vecinos de Buda creían erróneamente que esas piezas de metal tenían el poder de alejar a los seres malignos de la ciudad. Sin sentir la más mínima inquietud, traspasamos la puerta y nos adentramos en el interior de las calles de Buda, subiendo las empinadas calles hasta alcanzar el castillo. Había muy pocas personas fuera de sus casas a aquellas horas de la noche y todos ellas trataban de terminar sus tareas  pendientes sin llamar la atención.

Durante ese paseo, la Consejera Therimna no me dirigió ni una sola palabra y yo seguí gustoso su ejemplo mientras mi mente se hallaba sumida en un mar de dudas. ¿Por qué se iba a ausentar durante cinco noches la Consejera? ¿Por qué no me había hecho ninguna pregunta acerca de los mercenarios y criados que había traído conmigo desde Praga para reforzar las filas de nuestros siervos en Ceoris? ¿No era prioritario partir cuanto antes hacia la fortaleza central de nuestra Casa? ¿Había cometido un error al confiarle a la Consejera Therimna las nuevas que portaba? En aquel momento no hallé ninguna respuesta satisfactoria a tantas preguntas, por lo que tuve que centrarme en la tarea inmediata que nos ocupaba. Si debía adoptar el papel de un Cainita de otro linaje, decidí que tendría más posibilidades de que la farsa tuviese éxito si adoptaba la máscara de un bastardo del desorganizado clan Malkavian. Los miembros de este linaje, aquejados todos por la maldición de la locura en su sangre condenada, solían ser despreciados y evitados a toda costa por el resto de los Cainitas, lo cual me convenía en gran medida.

Por fin, alcanzamos nuestra meta, el castillo de Buda. Esta magnífica fortaleza tenía un voluminoso cuerpo central, con gruesas paredes de piedra y troneras por ventanas, y del que nacían dos alas, una orientada al norte y la otra al sur. Nosotros nos encaminamos directamente hacia la primera. Un siervo mortal nos abrió la puerta, aunque no requerimos más de sus servicios, ya que la Consejera Therimna parecía conocer fácilmente el camino que debíamos seguir por los pasillos y las salas del edificio. Finalmente, abrimos las puertas de una lujosa sala, adornada con caros tapices, una mesa y sillas de buena madera y un hombre esperando de pie junto a una chimenea apagada. Era un hombre joven, esbelto, delgado, facciones agraciadas, y de pelo corto y castaño. Vestía con unos ostentosos ropajes dignos de la más alta nobleza: una túnica de seda de color azul y bordada con cruces doradas, sobre la que llevaba una capa roja con bordes dorados e incrustaciones de piedras preciosas, botas bajas de cuero y elegantes anillos de oro y plata. Un gesto de sorpresa acudió al rostro del hombre, a todas luces un Cainita por la palidez de su piel, cuando nos vio entrar en la sala. Yo también lo reconocí en el acto, aunque pude ocultar mejor mis propias emociones. Era el mismo Cainita que años antes había intentado capturar a Sherazina cuando ella se había escapado del mercado de esclavos de Pest. El extraño recuperó rápidamente la compostura y nos ofreció una brillante sonrisa, mostrando sus dientes perfectos con una mueca feroz.

-Os recuerdo señor, aunque en su momento no fuimos debidamente presentados. Permitid que lo haga en esta ocasión.

Su voz mostraba un tono amistoso, aunque no me dejé engañar. Había conocido víboras con ojos más dulces y sinceros que los suyos. La Consejera Therimna también me miró con curiosidad. Por mi parte, me permanecí en silencio con la mirada perdida durante unos segundos. Luego, le respondí en búlgaro con un marcado acento bávaro que no lo recordaba porque mi memoria era frágil. La languidez de mis palabras hicieron mella en su seguridad y el extraño pareció dudar durante unos instantes. Sin embargo, volvió a sonreír para decirme que un rostro como el mío no era difícil de olvidar después de nuestro breve encuentro. Mi mano palpó lentamente la mitad de mi rostro mientras observaba con frialdad a mi interlocutor. Le respondí que tampoco recordaba mi rostro, pero que si deseaba darme a conocer quién era le prestaría atención.

Sin perder la sonrisa, el Cainita dijo pomposamente que se llamaba Roland, chiquillo de Otto, del clan Ventrue, y criado del gran Señor Bulscu. Afortunadamente no tuvo tiempo de recitar todos los demás títulos de los que se creía merecedor, ya que lo interrumpí para explicarle que yo también me llamaba Otto, que no recordaba el nombre de mi sire, pero que me había hablado muchas veces de nuestros hermanos dentro de la numerosa familia de Malkav. Roland perdió de nuevo su sonrisa al escuchar mis palabras, aunque no pareció creérselas del todo.

-En cualquier caso, me respondió con cautela, sabed que la noche que salvasteis a esa esclava yo me gané unos azotes por vuestra culpa.

Respondí que no recordaba nada de lo que decía y que lamentaba que mi memoria fuese tan frágil, pero la Luna también me llamaba con sus bellas canciones, aunque tampoco podía recordarlas. En ese momento, unos criados abrieron las otras puertas de la cámara interrumpiendo de golpe nuestra conversación.

miércoles, 18 de julio de 2012

C. DE T. 1 - 44: LA CONSEJERA THERIMNA


Pasamos siete días y siete noches más recorriendo los caminos que unen Praga con Buda-Pest. Afortunadamente, el viaje fue tranquilo y no hubo ningún incidente que tuviésemos que sortear. Derlush no tenía madera para convertirse en un buen instructor, pero puso todo su empeño en hacer que Sana comprendiese algunas palabras y expresiones comunes de la lengua búlgara. La niña se aplicó con docilidad a las tareas que le encomendamos, aunque siempre rehuía mi presencia cuando podía, prefiriendo en su lugar la compañía de las pocas mujeres que acompañaban a nuestro grupo. Por su parte, Lushkar seguía tendido en su jergón sin moverse apenas, por la gravedad de sus heridas. Todas las noches le aplicaba emplastos medicinales y le daba a beber una infusión con algunas plantas para ayudarle a soportar la terrible agonía que sufría, pero era consciente de que solo mi sangre maldita podía lograr que su maltratado cuerpo sanase las heridas que le hicieron los licántropos. Sin embargo, debía racionar mi sangre para hacer frente a cualquier imprevisto que surgiese en nuestro viaje. La otra alternativa consistía en que me alimentase de uno de los integrantes de nuestro grupo y lo desangrase hasta la muerte, pero, aunque fuese discreto, eso levantaría más sospechas y rumores. No, Lushkar debía ser fuerte y aguantar hasta que llegásemos a Buda-Pest. Yo, por mi parte, sólo podía observar su calamitoso estado y apiadarme sinceramente de su sufrimiento.

Mis nuevos criados me informaron que las gentes que viajaban con nosotros se preguntaban por qué únicamente salía de nuestro carromato durante la noche y por qué todos los que entraban a verme, como las prostitutas o el médico, regresaban cansados y extenuados. Parecía que Erik aún mantenía la disciplina y el orden, pero me preguntaba cuánto tiempo tardaría en dar validez a aquellos rumores. Poco podía hacerse para atajar el problema, así que procuré salir del carromato el menor tiempo posible. Hans y Karl se turnaban para vigilar a nuestro prisionero, el hijo del difunto rabino Mordecai, cuyo apresamiento era fuente de más rumores y chismes entre los mortales de nuestro grupo.

Por fin llegó el momento en que al despertarme, Derlush me comunicó que habíamos llegado al mediodía a nuestro destino, Buda-Pest. La mayoría de las gentes de nuestro grupo se habían ido a buscar alivio para las penas del viaje con el vino y las mujeres de las tabernas y los prostíbulos de la ciudad. Derlush había ordenado en mi nombre a Hans, Friedich y Karl  que siguiesen a Erik y le protegiesen de cualquier incidente. Felicité a Derlush por su precaución y le dije que esperase fuera con Sana.

Una vez que estuve a solas dentro del carromato, salvo por Lushkar que dormía su pesado sueño, me arrodillé en el suelo y realicé el Rito de la Presentación invocando el nombre de la Consejera Therimna. Sentí su fría presencia de inmediato, enviándome visiones de las calles de Pest, de las oscuras aguas del río Danubio, de las callejas de otra parte de la ciudad, posiblemente Obuda, y de la fachada de un edificio ruinoso heredado de la época en que las legiones romanas habían sometido esas tierras en el pasado. Estas  imágenes oníricas estaban cargadas de una fuerte sensación de urgencia. Cuando finalizaron los efectos del ritual, salí al exterior y pude comprobar que el carromato se hallaba en un gran almacén, junto con los otros de nuestro grupo. Ordené a Derlush que esperase allí y partí de inmediato siguiendo el mismo camino que ofrecido por las imágenes de la Consejera Therimna. Aunque seguí sus órdenes sin vacilar, no pude evitar sentir cómo crecían mis dudas. De las innumerables cosas que ignoraba acerca de ella, la más importante era el bando político al que apoyaba dentro de las disputas internas de la Casa Tremere.

El edificio en ruinas resultó ser unos baños romanos. Un anciano salió a mi paso con un farol y me guió a través de los pasadizos hasta llevarme con su ama. La Consejera Therimna aparentaba ser una mujer en la vaga frontera entre la juventud y la edad adulta, con un rostro vulgar, marcado por pequeñas cicatrices, y un pelo corto y oscuro, recorrido por múltiples parches descoloridos. Vestía una monótona túnica gris y llevaba puestos unos guantes de piel para cubrir sus manos. Me incliné respetuosamente ante ella. La Consejera no ocultó su enfado, sino que exigió saber el motivo de mi inexcusable retraso. Me disculpé por esa falta, pero le expliqué había sido atacado en Praga por nuestros enemigos, aunque había salido bien librado de la trampa e incluso había podido averiguar el destino sufrido por dos de nuestros hermanos desaparecidos. Mi breve relato despertó su curiosidad. Le confié que Lybusa había secuestrado a Conrad y Tobías y que los había llevado a las entrañas del castillo Visehrad para desangrarlos sobre un gran sarcófago de piedra negra. Aunque la noticia la sorprendió y la alarmó a partes iguales, afortunadamente apaciguó su cólera por mi tardanza para acudir a Buda-Pest.

También le hablé a la Consejera de mi inesperado encuentro con el Cainita que se hacía llamar Dominico de Cartago y de su oferta diplomática para nuestra Casa. No obstante, pese a que escuchó con atención mis palabras, manifestó su firme rechazo, argumentando que por ahora Bulscu era un aliado mucho más útil. Su rostro volvió a mostrar la dura mirada que me ofreció cuando me presenté ante ella. Evidentemente mis palabras la habían molestado. Tal vez se hubiese implicado personalmente en alianzas con Bulscu. Quizás hubiese apostado demasiado por la alianza con el Ventrue frente a la opinión de otros líderes de la Casa Tremere, hipotecando su influencia al éxito de la alianza con Bulscu. En cualquier caso, fuera cual fuese el motivo, no era saludable ganarme la enemistad de un miembro del Consejo de los Siete, así que traté de apaciguarla diciendo que únicamente era el mensajero de aquella oferta y que en absoluto tenía ningún interés personal en dicha alianza. No obstante, también añadí que ya había informado a mi sire Jervais de la oferta de Dominico. Aquello era un pequeño embuste, pero me ofrecía cierta protección en caso de que la Consejera me buscase un abrupto final.

Su mirada se suavizó poco a poco y volvió a hablarme para contarme que debía ausentarse durante cinco noches, tiempo durante el cual me convertiría en el representante de los intereses de la Casa Tremere en Buda-Pest. También me informó de que nuestra presencia en la ciudad no estaba autorizada oficialmente, pero que el Príncipe nos permitía quedarnos en secreto dentro de sus murallas. Por tanto, debía fingir ser otra persona y pertenecer a otro clan cuando tratase con el resto de los Cainitas de la ciudad. Era de vital importancia que mi fachada no se quebrase, porque debilitaría todas nuestras alianzas y pactos vigentes en Buda-Pest y en las regiones vecinas. Me mostré de acuerdo con la sabiduría de sus palabras y juré que seguiría fielmente sus instrucciones.

Satisfecha, me respondió que me acompañaría a presentarme ante el Príncipe, para que me diese su aprobación esa misma noche. La seguí obediente y salimos de la casa de baños, caminando en silencio por las oscuras calles de Obuda.

martes, 17 de julio de 2012

C. DE T. 1 - 43: DOMINICO


Tras una hora de marcha, los jinetes nos condujeron a un gran campamento oculto en el bosque. Pude contar unos cincuenta hombres, todos bien armados y pertrechados, distribuidos entre pequeñas tiendas y hogueras, así como un gran cantidad de caballos. Parecían hombres de armas profesionales, veteranos curtidos en numerosas batallas. Ahora comprendía por qué al líder de los ghoul había mostrado tanta indiferencia cuando insistí en llevar conmigo a dos de mis criados de mayor confianza. Derlush y Hans no podrían hacer otra cosa que buscar una muerte honorable si el señor Cainita de aquellos mortales se convertía en mi adversario.

Nuestros acompañantes me guiaron a la tienda más grande, que se hallaba situada en el centro del campamento. No pude evitar fijarme en que no había guardias apostados en la entrada, como si ese pequeño detalle no fuese necesario. Como suponía, mis criados tuvieron que esperar fuera, rodeados por nuestros guías mientras yo entraba en el interior. La luz mortecina de un pequeño brasero iluminaba débilmente la estancia. El mobiliario era escaso: elaboradas alfombras para cubrir el suelo, una mesa de madera negra con copas de plata, pergaminos y mapas y un silla plegable de madera con pequeñas decoraciones de marfil. Sentado sobre ella, se hallaba un hombre de unos treinta años, corpulento y calvo. Su piel tenía una tonalidad morena, casi grisácea, e iba vestido con los mismos atavíos bélicos que los hombres del exterior. Pero el rasgo más destacable de aquel desconocido eran sus ojos. Poseían una mirada profunda, casi depredadora.

El Cainita no se levantó de la silla para darme la bienvenida, ni mostró ninguna emoción por mi presencia. Tras observarme durante unos instantes, me hizo una pregunta usando la lengua de los romanos, hablándola con naturalidad de un modo prístino y falto de las expresiones modernas impuestas por los actuales tiempos. Aunque entendía perfectamente lo que me había preguntado, dudé unos segundos sorprendido por aquella circunstancia. El extraño volvió a hacer impasible la misma pregunta. Le respondí que me llamaba Dieter. Mi palabras eran más pobres y toscas, comparándolas con las suyas, pero fueron claras y precisas. El extraño quiso saber entonces de cuál de los trece clanes descendientes de Caín procedía yo. Aquella era una pregunta extremadamente delicada y no la respondí, esperando inútilmente ganar tiempo con mi silencio mientras pensaba qué hacer. No obstante, el Cainita perdió la paciencia con rapidez y entró en mi mente para obtener por sí mismo las respuestas que buscaba. Su voluntad es muy poderosa y antigua, provocándome un fuerte dolor de cabeza. Tuve que claudicar respondiendo que pertenecía al linaje de los Tremere.

Mi respuesta le causó un evidente desagrado. Su voz no ocultó su desprecio cuando me dijo que en el pasado había tenido algunas valiosas amistades dentro del clan Salubri y que estaba perfectamente al tanto de los crímenes atroces que habían cometido los míos contra ellos en estos nuevos tiempos. Sabiendo que mi no vida se hallaba en grave peligro, intenté evitar su ira, asegurándole que yo nunca había matado a ninguno. Hubo tenso silencio durante unos segundos, pero luego me preguntó qué haría si me encontrase con uno. Aquella era otra pregunta clave en aquel juego. "¿Cómo mentir a un Cainita que podía leer tus pensamientos como si fuesen un libro abierto?", me pregunté acorralado. Decidí apostar por la sinceridad, al menos por una sinceridad educada, respondiéndole que en ese caso haría el mejor servicio posible a mi clan. Aquella pregunta le sorprendió. Repitió la palabra lealtad varias veces, como si fuese una herida infectada en las profundidades de su alma. El extraño vagó perdido en sus propios pensamientos unos instantes más antes de preguntarme a dónde me dirigía. Volví a responderle con sinceridad, contestándole que mis pasos me llevaban a Buda-Pest. No obstante, aquella respuesta despertó un fuego furioso en él. Su voz temblaba de ira cuando me preguntó cuál era mi relación con Bulscu y los Arpad. Respondí con humildad que no los conocía esperando que aquella respuesta me comprase más tiempo.

La ira apenas controlada del Cainita fue amainando poco a poco y su voz se convirtió en un tenue susurro. Sin embargo, en ese instante me pareció incluso más peligroso que antes. Me preguntó si sabía lo que era la traición. Presentí que aquella era otra pregunta clave que determinaría sus decisiones, así que decidí intentar seguirle la corriente. Le expliqué que así era, que había sido traicionado por uno de mis propios compañeros de clan, Ardan, que había descuidado su responsabilidad como anfitrión, preparándome una trampa para que fuese asesinado en una de las posadas de la ciudad de Praga. También le confesé que Ardan no había obrado en solitario, sino que disponía de la complicidad de algunos de mis superiores en la jerarquía interna del clan. El extraño meditó detenidamente acerca de mis palabras. Luego me explicó que él también había conocido el sabor amargo de la traición. Revivió aquel instante contándome detenidamente lo que le había sucedido. Me dijo que  Bulscu se había convertido en su ghoul favorito en su guerra contra los Ventrue desde la caída de Cartago. De algún modo, los Ventrue sobornaron a Bulscu para que le traicionase, le clavase una estaca en el corazón y lo enterrase en un yermo alejado cualquier ciudad o aldea humana. Siglos después, los Brujah encontraron el lugar en el que había sido abandonado y lo liberaron. Fue en aquel momento cuando descubrió que Bulscu había sido convertido en Cainita por los Ventrue como recompensa por su traición. Desde entonces, había consagrado todos sus esfuerzos a destruir a Bulscu y a sus taimados aliados, los Cainitas que se hacían llamar Inconnu. Mientras terminaba su relato, el extraño apretó sin esfuerzo uno de los apoyabrazos de la silla hasta que acabó por romperlo y sostuvo el trozo más grande como si fuera una estaca en sus manos.

Caminó hacia mí mientras me preguntaba los motivos que me llevaban a visitar Buda-Pest. No tuve tiempo de responder, ya que se convirtió en un borrón en movimiento, colocándose a mi espalda antes de que pudiese reaccionar y aferrándome el cuello con uno de sus poderosos brazos mientras que con el otro hizo presión con la punta de la estaca contra mi espalda. Si quería impresionarme lo consiguió con creces. Asustado, le respondí que trataba de llevar a un joven rabino judío a Constantinopla como parte de una vieja deuda. No obstante, no me creyó. Gritó enfadado si necesitaba una treintena de hombres armados para escoltar a un simple rabino. El Cainita estaba furioso, muy furioso. Si no decía algo más cuanto antes, habría perdido mi última oportunidad para sobrevivir. Le dije rápidamente que podía ayudarle, transmitiendo a mis superiores una oferta de alianza entre él y mi clan. Me siguió apretando del mismo modo durante unos segundos más y luego me soltó, considerando seriamente mi oferta y las oportunidades que le ofrecía.

Pese a todo, siguió desconfiando de mí y usó su Dominación para exigirme que no lo traicionase. Su voluntad era demasiado fuerte para que pudiese ofrecer alguna resistencia. Después, el Cainita siguió hablando. Deseaba que le dijese a mis antiguos que Dominico de Cartago buscaba aliados contra Bulscu; a cambio, nos ofrecería soldados curtidos en batalla para nuestras batallas contra los Tzimisce. Yo le  aseguré que transmitiría fielmente sus palabras a mis superiores en cuanto tuviese la oportunidad. No obstante, Dominico aún no estaba conforme. También me ofreció una alianza personal entre nosotros dos: él me ayudaría contra Ardan si yo le apoyaba contra Bulscu. Aquella oferta era demasiado comprometida políticamente hablando para decidirla en meros segundos, así que le respondí con diplomacia que apoyaría su causa siempre y cuando la aprobase mi clan. Dominico me observó durante unos segundos más, debatiéndose entre la furia y la paciencia, y al final, me dio la espalda mientras me decía que podía irme en paz. Así lo hice antes de que aquel anciano Cainita cambiase de nuevo de opinión.

Derlush y Hans me esperaban inquietos en el exterior junto a los jinetes que nos habían escoltado hasta allí. Nos subimos a nuestros caballos sin perder el tiempo y cabalgamos hasta llegar a nuestro propio campamento. Friedich y Karl estaban evidentemente aliviados al verme con vida y se hicieron cargo de nuestros caballos. Por supuesto, Erik vino a hablar conmigo para saber qué estaba pasando. Le tranquilicé diciéndole que había resuelto la situación y que no tenía que preocuparse más por el señor de aquellos jinetes. Mis palabras no lo convencieron del todo, mas tuvo que aceptarlas a pesar de su reluctancia.

Más tarde, cuando las gentes del campamento descansaban las pocas horas de noche que faltaban hasta el amanecer, Derlush, Sana y yo nos adentramos en el bosque. Emborrachamos a la niña con un pellejo de vino y luego hicimos una pequeña hoguera, donde dejé calentándose al fuego el filo de un cuchillo. Cuando Sana se quedó inconsciente por el alcohol, usé el hierro al rojo para cortar la marca de nacimiento que tenía en la espalda y arrojar al fuego. La niña se debatió torpemente entre los brazos de Derlush, pero hicimos los cortes tan rápido como nos fue posible y a continuación usé unos emplastos y vendas que tenía preparados para atender la herida. Usé mi visión mística para comprobar si su aura aún mostraba signos extraños, pero ya no era el caso. Esperaba que los licántropos no pudiesen percibir más su presencia. Finalmente, volvimos al carromato antes de que amaneciese.