viernes, 29 de junio de 2012

C. DE T. 1 - 33: EL REGENS ARDAN


A la noche siguiente me desperté sano y salvo. El carromato estaba detenido y no había ninguna señal de violencia en su interior. Por tanto, me concentré en el exterior: afuera no se escuchaba ningún ruido ni ninguna voz humana, aunque sí percibí un persistente olor a caballo. Salí cauteloso para comprobar que me encontraba en unos grandes establos, ocupados por unos pocos caballos y dos carretas más aparte de la mía. Me aseguré de que no hubiera ningún mortal escondido y, pese a que no hallé ninguno en aquel lugar, sí descubrí un pedazo cartilaginoso y sangriento que tenía un pequeño trozo de cristal en su centro a modo de siniestro ojo. Era un espía mágico. Había visto muchas de estas pequeñas criaturas taumatúrgicas en los largos años que pasé iniciándome en los secretos de la magia en Ceoris. Sin duda, era una creación de Ardan, por lo que me acerqué ostensiblemente a aquella cosa carnosa para que el regens de Praga supiese que me había percatado de la presencia de su servidor y luego me senté en los escalones del carromato.

Estuve esperando un tiempo demasiado largo hasta que por fin ocurrió algo. Una figura espectral y translúcida, obviamente bajo los efectos del ritual del Paso Incorpóreo, emergió a través de una de las paredes del edificio. Mientras me incorporaba de mi asiento, la figura miró a su alrededor para comprobar que estuviésemos efectivamente solos y, una vez que estuvo satisfecho, adoptó una forma física. El Cainita aparentaba tener menos de 30 años. Tenía un pelo castaño oscuro y ojos de color pardo. Su rostro era agradable, e incluso agraciado. También vestía con los ropajes habituales de un galeno. El recién llegado se presentó como el regens Ardan, regente de la capilla de Praga, y me ofreció una fría bienvenida que bordeaba la hostilidad abierta. Estaba claro que nuestro encuentro prometía ser muy tenso.

Casi de inmediato me echó en cara el desastre que había ocurrido en el Arce Rojo. Yo le recriminé a su vez que estaba bajo su protección cuando fui atacado por el Nosferatu, a lo cual me respondió asegurando que él no tenía ninguna culpa por el hecho de que hubiese sido descuidado y hubiese dejado que me siguieran hasta aquella posada, ya que había sido utilizada en anteriores ocasiones con éxito y discreción. Inmediatamente después, me transmitió las órdenes por las que había sido enviado originalmente a Praga. Debía ponerme al mando de los mercenarios bávaros y de los criados del campamento de las afueras, y conducirlos hasta Buda-Pest, donde me esperaba la Consejera Therimna. Desde allí, partiríamos juntos a Ceoris con las remesas que ella también hubiese reunido. Según sus propias palabras ya había perdido demasiado tiempo acumulando retrasos, por lo que debía salir de la ciudad esa misma noche.

Obviamente, cumpliría las instrucciones de nuestros superiores, pero no estaba dispuesto a permitir que Ardan se saliese con la suya tan rápido. Elevé mi voz hasta igualar la suya respondiéndole que yo también era un regente de la Casa Tremere y que no le permitiría dirigirse a mí como si fuese un vulgar aprendiz de su capilla. Sin dejarle recuperar la iniciativa de nuestra conversación le dije que estaba muy preocupado por la noticia de nuestros compañeros desaparecidos. Eso le sorprendió. No esperaba que hubiese descubierto aquello, así que le pregunté qué sabíamos acerca de su suerte. No supo decirme qué les había pasado a Conrad y Tobías, cuyos nombres me resultaron familiares por pertenecer al linaje del Consejero Etrius, pero sin duda ocultaba algo más que no quería que supiese.

En respuesta, me preguntó si había tenido contactos con otros Cainitas de Praga. Esa pregunta me cogió a su vez por sorpresa, pues solo el Consejo de los Siete podía autorizar contactos con Cainitas de otros clanes, para organizar una respuesta organizada a la estrategia política de nuestra Casa en el bizantino mundo de los hijos de Caín. Había unas pocas excepciones, por supuesto, como por ejemplo mi autoridad como Príncipe de Balgrad, pero mis tratos con los Cainitas locales estaban muy alejados de la influencia de esa excepción. Cuando Ardan se cansó de mi silencio culpable, usó sus artes de la Dominación para hacerme la misma pregunta de nuevo. ¡Era escandaloso, una auténtica ignominia! Aun así, su voluntad me hizo capitular y confesar sin resistencia que así había sido. Furioso, me preguntó de nuevo usando su Dominación quiénes había sido, por lo que tuve que responder los nombres de Garinol y Ecaterina.

Mi respuesta le cogió desprevenido, quedándose pensando en los posibles problemas que podrían surgir de esas nuevas interacciones. Intenté salir al paso mostrándole el medallón que le había cogido a Lybusa. Me miró atónito mientras le exigí que me explicara dónde habían desaparecido Conrad y Tobías, al mismo tiempo que se lo lanzaba a las manos. Incrédulo, sostuvo el medallón mirándolo con intensidad. Su voz se convirtió en un murmullo apenas audible cuando susurró que habían sido los Tzimisce. Volví a hacerle la misma pregunta. Esta vez volvió en sí para responderme que nuestros hermanos habían desaparecido en el Barrio Judío.

Había llegado el momento de apostar fuerte. Le dije que debía hablarme de sus investigaciones en el Barrio Judío si esperaba que le ofreciese mi ayuda. Él se negó, alarmado y colérico al mismo tiempo. Por su reacción tuve la certeza de que la versión que me había confiado Garinol se hallaba más cerca de la verdad que del engaño. Le dije que en realidad sabía muy bien qué estaba pasando en el Barrio Judío. Ardan parecía cada vez más nervioso. No le dejé pensar tranquilo y le amenacé con revelar todo este asunto a nuestros superiores de la Casa Tremere. Su respuesta, envuelta en una sonrisa sarcástica, fue que el mismo Consejero Etrius aprobaba aquellas investigaciones. Esa respuesta me hizo dudar. Mis acciones podían estar interfiriendo con las instrucciones de un miembro del Consejo de los Siete, algo muy peligroso para cualquier Tremere sin importar su posición dentro y fuera del clan. En cualquier caso, ya estaba implicado en ese problema y no había vuelta atrás. Debía llegar hasta el final. El regens Ardan se disponía a marcharse pero, cuando le pregunté directamente por el paradero del rabino Mordecai ben Judá, se detuvo de inmediato, rugiendo de ira al borde del frenesí. Desnudó sus colmillos y me gruñó como si fuese una bestia salvaje. Con voz entrecortada, me ordenó que me marchase de Praga de inmediato. Era todo lo que restaba por saber, así que asentí y me alejé de aquel lugar pensando en mi siguiente movimiento.

jueves, 28 de junio de 2012

C. DE T. 1 - 32: NOTICIAS DE ARDAN


A la noche siguiente, me desperté tranquilo y sereno. Ningún mortal había perturbado mi sueño diurno ni había entrado en el embarcadero abandonado en donde me había escondido. Esperaba que el regens Ardan hubiese tenido tiempo ahora para ponerse en contacto con los mercenarios bávaros con los que me había reunido, así que salí del embarcadero para encontrarme con ellos en el lupanar de la noche anterior. No obstante, no podía apartar de mis pensamientos un estremecimiento al pensar en los hechos acontecidos en el barrio judío. La única explicación lógica que podía aventurar era que una pequeña comunidad de magi mortales se escondía en aquel barrio. En mis lejanos años como aprendiz para la Casa Tremere en la capilla central de Ceoris, había contemplado con mis propios ojos todo tipo de prodigios por parte de magi mortales, por lo tanto debía evitar en lo sucesivo aquella zona de la ciudad siempre que me fuera posible.

Andaba sumido en tales pensamientos cuando al girar una esquina de la calle me encontré de bruces con un grupo de tres caballeros, pertrechados con armaduras de cuero y mallas y armados con espadas, mazas y antorchas. Estaban escoltando a un clérigo que sostenía piadosamente una vieja cruz de madera, que irradiaba un aura de santidad. Uno de aquellos guerreros incluso lucía en su peto la cruz de los caballeros de San Juan. Ese mismo hombre reaccionó de inmediato preguntándome quién era yo y por qué razón vagaba por las calles a esas horas de la noche. Temí que se acercasen, pues ya había sentido el dolor del rechazo divino en mi propia carne, así que salí corriendo de inmediato sin ofrecer ninguna explicación. Ellos a su vez me persiguieron sin demora por las calles, mientras uno de ellos hacía sonar un cuerno. Pese a que yo nunca había participado en ninguna cacería de fieras, supe sin lugar a dudas que estaban llamando a otras patrullas para que se uniesen a la persecución.

Decidí atajar el problema de raíz antes de que fuese demasiado tarde. No iba a tener tiempo a volver al río, así que busqué otra solución. Trepé hasta el tejado de una casucha de la calle y me tumbé para evitar que me viesen. Uno de los cazadores pasó velozmente a mi lado sin percatarse de mi presencia. El cuerno volvió a atronar en las calles. Debía confundirlos. Invoqué el aliento del dragón usando mi voluntad para forzar a la niebla a cubrir con su pesado manto calles, edificios y personas. Otro caballero pasó a mi lado, caminando despacio intentando ver a través de la espesa bruma. Esperé un poco más a que se alejase y salí despacio de mi escondite, deshaciendo el camino y evitando a mis perseguidores. Afortunadamente, pude alejarme sin más incidentes de este tipo.

Por fin, llegué al lupanar de la noche anterior. Los mercenarios estaban sentados en la misma mesa en la que les había visto, pero ahora parecían más serios y taciturnos, más profesionales en definitiva. Stefan me confirmó que su patrón quería verme y que se habían realizado todos los preparativos oportunos. No obstante, quise prepararme para el caso de que me condujesen a una trampa, por lo que antes de marcharnos le pedí que me dejase un rato para disfrutar de las mujeres de aquel lugar. Él asintió, cómplice, y me dejó tranquilo. Subí al piso de arriba con dos mujerzuelas ante las miradas divertidas de aquellos hombres. Luego, ya en la privacidad de la habitación, ordené con Dominación a una de ellas que se durmiese. La otra estaba ocupada sirviéndose vino, pero no tuvo tiempo a preocuparse. Rodeé su cadera con un brazo para atraerla hacia mí mientras le apartaba el pelo de la nuca con otra mano. Ella se dejó guiar sin resistencia, casi juguetona, suponiendo que iba a realizar fácilmente su oficio con otro cliente. Sólo se sorprendió unos segundos cuando mis colmillos mordieron su piel y apenas tuvo tiempo para emitir una débil protesta antes de que el placer del mordisco la abrumase por completo. Bebí un poco de su sangre hasta dejarla inconsciente en el jergón y luego me alimenté también de su compañera. Como no iban a poder seguir trabajando esa noche, les dejé un generoso pago en compensación.

Satisfecha mi hambre y atiborrado de sangre, volví a reunirme con los bávaros. Tres de ellos, los mismos que habían bebido mi sangre sin saberlo, exclamaron comentarios vastos y jocosos. Para disimular, me uní a ellos asegurándoles que la única trinidad importante era la formada por dos mujeres y un hombre, lo que levantó risas en todo el grupo, excepto en el serio Stefan. Mientras salíamos por la puerta, me concentré en su aura particular. Un vivo color verde claro predominaba en su alma, lo que me indicaba que en aquel momento sentía una gran desconfianza.

Los mercenarios me llevaron casi a las afueras de la ciudad. Allí, había un pequeño campamento con varias carretas, hombres de todo tipo y algunas prostitutas. En total, debían ser entre veinte y treinta almas, estimé rápidamente. Stefan me guió hasta uno de los carromatos, a donde entramos y a continuación me explicó que su patrón había dicho que no podía entrar en la ciudad de noche, así que me introducirían en Praga durante el día, escondido en el fondo falso del suelo, que me mostró de inmediato. Asentí satisfecho con sus explicaciones. El bávaro me preguntó entonces por qué me buscaban los guardias de Praga. Tenía curiosidad por saber qué había hecho yo para merecer tanta atención. Me confió que su trabajo le había obligado a hacer cosas terribles durante todos aquellos años, exceptuando el saqueo de iglesias o el asesinato de sacerdotes, claro está, incluso ellos tenían sus límites, pero que pocas veces había visto que se mostrase tanta atención para una sola persona como la que se mostraba a mí.

Me quedé callado durante unos segundos pensando qué respuesta darle. Obviamente, Stefan no sabía nada de la verdadera naturaleza de los gobernantes nocturnos de Praga, ni de Ardan ni de mí, por lo que no podía confiarle ni siquiera una parte selecta de la verdad. Tampoco había modo de saber si su curiosidad provenía de la ambición o, si por el contrario, era fruto de una intuición inconsciente en aquel hombre de apariencia vulgar, cuyas palabras mostraban más inteligencia que la que dejaban entrever sus actos. Ambas posibilidades contenían un peligro potencial en determinadas circunstancias, pero por ese momento, decidí no explorar sus intenciones y le aseguré que todo ello se debía a una intriga entre familias nobles locales de la que yo era una inocente víctima. El embuste, por supuesto, no le satisfizo lo más mínimo mas encaminó sus sospechas a otros derroteros.

Terminada nuestra conversación, Stefan me dejó para que descansase. Una vez que estuve solo, procedí a continuar con mi plan para ganar nuevos sirvientes mortales. Utilicé un odre de vino que había dentro del carromato para verter en él una pequeña cantidad de mi sangre. Luego salí del carromato para buscar a los tres mercenarios que la habían probado la noche anterior. Aún estaban despiertos y aceptaron alegremente mi invitación. Quedaron más felices y pletóricos si cabe y me pidieron que les trajese más vino como aquel. Sin embargo, les respondí que debíamos descansar todos. Ellos protestaron pero aceptaron mis palabras de buen grado. Los efectos de mi sangre ya les estaban esclavizando a mi voluntad. Un último trago en las próximas noches y darían gustosos sus vidas por mí.

Volví al carromato que me habían dado. Me preguntaba qué pasaría durante las próximas horas. ¿Habría ordenado Ardan a aquellas gentes que aprovechasen el día para clavarme una estaca en el corazón? ¿O maquinaba otro tipo de traiciones aún más sutiles? Y sin embargo, no podía hacer otra cosa que seguir aquel  camino puesto que debía hablar con el regens de la capilla Tremere de Praga. El Consejero Etrius así me lo había ordenado y, por otra parte, la seguridad de mis criados dependía de que hallase a Mordecai ben Judá, el rabino judío desaparecido que buscaba el Nosferatu Josef. En cualquier caso, debía tomar medidas adicionales para protegerme todo lo humanamente posible. Hice el ritual de Defensa del Refugio Sagrado en el lado interno de la trampilla del falso fondo. Por último, me acomodé en el interior cubierto por una pesada manta.

A partir de ese momento, mi no vida estaría en las manos de Stefan y sus hombres.

miércoles, 27 de junio de 2012

C. DE T. 1 - 31: NUEVOS ENIGMAS EN EL BARRIO JUDÍO


Los Premsyl me persiguieron por las calles. Con una facilidad decepcionantemente simple, les hice creer que podían atraparme en esa cacería. Movidos por su ansia de violencia, corrieron en mi persecución sin plantearse en ningún momento lo que sucedía. Ni siquiera vacilaron cuando avancé por encima de la quebradiza capa de hielo del río. Los jinetes, por su parte, se dirigieron al Puente de Judith mientras que los que me seguían a pie intentaban no resbalar ni perderme de vista. Parecían una pantomima digna de los cómicos helenos más famosos. Por fin llegamos al Barrio Judío de la ciudad, cuya pequeña muralla interna los separaba, encerraba y protegía de sus vecinos cristianos de Praga. No obstante, esta vez el peligro no intentaba forzar las puertas de sus muros, sino que salía a trompicones de la superficie helada del río, donde no había murallas que pudieran protegerles de la amenaza.

Atravesé la pared de una de las casas y esperé allí unos pocos segundos. No pasó mucho tiempo hasta que uno de mis perseguidores violentó la puerta a golpes. Pude escuchar sus gritos, así como las voces asustadas de la familia que habitaba esa vivienda. Me quedé el tiempo suficiente para que los Premsyl los descubrieran y descargasen su frustración sobre ellos. A continuación atravesé otro muro. Los jinetes ya habían llegado de su largo rodeo. Me introduje en la siguiente casa, pero los recién llegados no entraron, sino que usaron sus antorchas para prender fuego al edificio. ¡Ilusos! El fuego no podía dañar a un ser que no está atado a las leyes físicas, pero sí a los judíos que vivían en aquella casa. Aquellos desgraciados salieron como pudieron, tosiendo y tambaleándose por el humo, solo para caer víctimas de los verdugos que les esperaban fuera del edificio.

Era suficiente. Mis actos provocarían la guerra entre el Nosferatu Josef y los Tzimisce de Praga, si es que aún no estaban enfrentados y le mostrarían a ambos lo peligroso que podía ser atraer mi ira. Esta vez me esforcé por dejar atrás a los Premsyl, algo fácil ocupados como estaban en defender sus vidas de los judíos que trataban de proteger a sus familias y amigos, y me dirigí a las murallas. Sin embargo, dos hombres y una mujer, de diferentes edades pero con ropajes parecidos, me salieron al paso. No se asustaron en absoluto al ver mi sobrenatural figura espectral, sino que me miraron de una forma extraña y desconcertante. Los ignoré y avancé hacia la muralla, pero ocurrió algo y el efecto del ritual desapareció, provocando que mi cuerpo vuelva a regirse por las leyes del reino físico. ¡Maldición! ¿Cómo habían logrado semejante prodigio? No iba a correr riesgos, por lo me apresuré para alejarme de ellos. Otros dos más salieron de una casa cercana, con idénticas ropas y la misma mirada perdida, bloqueando mi huida hacia las murallas de la ciudad. Noté un intenso calor y un dolor abrasador en mi cuerpo, como si un fuego invisible me envolviese con sus llamas.

Tuve que cambiar la dirección de mi inesperada huida, volviendo al río. Más judíos salieron tranquilamente de sus casas. Me veían pasar a su lado sin mostrar sorpresa ni decir absolutamente nada. ¿Qué estaba pasando en este lugar?, pensé asustado. Por fin llegué al embarcadero, donde otros judíos estaban arrojando despreocupadamente los cadáveres de los Premsyl al río. No detuve mis pasos para comprobarlo, puesto que seguí corriendo por encima de la resbaladiza superficie hasta alejarme lo suficiente para abrirme paso hasta el fondo del Vltava.

Salí del río y me cobijé en las sombras de un callejón. Aparentemente, no tenía marcas de quemaduras en mi piel, pero aún así seguía notando un dolor persistente en algunas partes de mi cuerpo. Dediqué unos momentos a aclarar mis ideas. Ya había descuidado suficientemente mis obligaciones. Por tanto, serené mi mente, alejando los misteriosos peligros que se ocultaban en las callejuelas del barrio judío, y realicé el Rito de la Presentación para comunicarme de nuevo con el regens Ardan, que dejó en mi mente una imagen onírica de los suburbios al sur de Praga, fuera de las murallas de la ciudad. La imagen se concentró en una casa concreta, donde un grupo de hombres armados bebían y jugaban en una mesa. Uno de ellos, un robusto hombre de espesa barba y espalda ancha, llamó poderosamente mi atención, sin duda por deseo expreso de Ardan.

Me dirigí a ese lugar inmediatamente. Al llegar, un hombre abrió un ventanuco en la puerta cuando piqué suavemente. Quería saber qué quería. Su voz era desagradable y su aliento estaba cargado de vino y otros malos olores. Respondí que me estaban esperando dentro unos amigos. El hombre se rió groseramente cuando escuchó mis palabras, pero me dejó entrar en la casa. En su interior, había numerosas mujeres, jóvenes y maduras, enseñando sus pechos y jugando escandalosamente con algunos hombres. Evidentemente, me hallaba en un lupanar. En una mesa cercana, estaba sentado el grupo de hombres que había visto en mi visión. Hablaban ruidosamente en germano, la mayoría con un fuerte acento bávaro. Me acerqué a ellos y les hablé directamente en su lengua. Al principio se mostraron recelosos, como si no hubiesen tenido noticias de mi futura llegada, pero algunas generosas invitaciones a la cerveza local rompieron las suspicacias iniciales de la mayor parte del grupo, salvo de su líder, el hombre robusto y de barba espesa, cuyo nombre era Stefan.

Aún no entendía por qué Ardan me había guiado a ese lugar para hablar con ellos, pero decidí aprovechar las circunstancias. No sabía cuánto tiempo pasaría hasta que pudiese liberar a mis criados de confianza, por lo que necesitaba nuevos mortales a mi servicio. Sin que nadie se percatase, bajé mi copa con naturalidad por debajo de la mesa y me hice una pequeña herida en el dedo índice con una uña. Gotas de mi sangre se mezclaron así con la bebida. Fingiendo en todo momento, volví a alzar la copa y esperé un tiempo, hasta que tuve la oportunidad de cambiarla por la de uno de los mercenarios bávaros. El efecto fue inmediato. El hombre exclamó entusiasmado las maravillas de la bebida de aquel antro y dio a probar su copa a dos de sus compañeros, que se mostraron igual de eufóricos y entusiasmados. Sonreí para mis adentros. Si bebían dos veces más de mi sangre en noches distintas, serían mis esclavos hasta el fin de sus días.

Finalmente, le expliqué a Stefan que buscaba a Ardan, pero él me respondió que no sabía cómo localizar a su patrón, ya que sus órdenes eran esperar en aquel lugar hasta que uno de sus criados se pusiese en contacto con él. Sospechando alguna traición por mi parte en ese momento, ordenó a sus hombres que registrasen mis ropas para comprobar que no escondiese armas ocultas. Hallaron mi daga ritual y, para demostrar mi buena disposición, tuve que someterme a la ignominia de que Stefan se la quedase "temporalmente". Intenté usar las artes de la Dominación para convencerle de que no era necesaria esa cautela, pero no tuve éxito. Tal vez el mortal tuviese una voluntad superior a la mostrada habitualmente por el resto de los humanos o tal vez otro Cainita había reforzado su mente para que no interfiriese con sus propias órdenes. En cualquier caso, yo estaba inseguro de qué hacer a continuación.

Al final, convencí a Stefan de que su patrón, Ardan, necesitaba conocer urgentemente las nuevas que le traía, por lo que volvería a la noche siguiente para saber si habían contactado con él. En mi interior, había decidido que no pasaría la noche en aquel lugar para evitar posibles ataques planeados por mis enemigos, entre los que podía estar el mismo Ardan, durante las peligrosas horas del día, así que me refugié en un embarcadero abandonado y en ruinas, protegido de la luz del sol por los escombros, las redes y una manta vieja.

martes, 26 de junio de 2012

C. DE T. 1 - 30: LOS PREMSYL


Las gélidas aguas mantuvieron a raya a Lybusa que, aunque no se atrevio a sumergirse completamente en el río, sí trató de intentar aferrarme introduciendo sus largos brazos. A pesar del peligro, me divirtió enormemente su frustración, pero no tenía tiempo para continuar con tales juegos. Con el cuerpo pegado al oscuro lecho fluvial, remonté el curso del río hasta llegar a lo que sería el ecuador de la ciudad según mis cálculos mentales. A continuación rompí de nuevo el hielo quebradizo y salí de las frías aguas. Las calles parecían vacías de gentes. Aun así, esta vez no corrí riesgos innecesarios. Me oculté en un estrecho paso de dos grandes almacenes a orillas del Vltava y realicé el ritual taumatúrgico del Paso Incorpóreo. Mi cuerpo perdió todas las ataduras propias del reino físico y me convertí en una figura espectral e inmaterial. Mi nueva forma casi translúcida sólo era delatada por un tenue resplandor antinatural. De ese modo crucé como un fantasma viviendas y talleres, sin que muros, paredes o puertas pudiesen obstaculizar mi paso. No hubo ningún testigo que diese la alarma a los asustados mortales ni a mis enemigos Cainitas. Finalmente llegué a la calle de la Rama Dorada.

En cualquier caso, aún ignoraba si el regens Ardan era un aliado o un enemigo. Aunque me había prometido  a mí mismo hallar las respuestas a las intrigas que casi acababan conmigo en las últimas noches, decidí que necesitaba curar las heridas provocadas por la fe de la capilla, para lo cual necesitaría más sangre, mucha más de la que tenía en esos momentos en mi interior. Elegí una de las casas vecinas, que casualmente era el taller de una familia de artesanos. ¡Cuánta ironía podía ofrecer el Destino! No obstante, no tenía tiempo para apreciar las sutilezas de la cuestión. Me alimenté con moderación de todos ellos, bebiendo la suficiente sangre para que estuviesen cansados durante días, pero no para poner en peligro sus vidas, y su sangre curó las quemaduras provocadas por la verdadera fe. Asimismo, les dejé unas monedas en el taller para compensarles los días que no podrían trabajar en su oficio.

Volví a realizar el ritual del Paso Incorpóreo de nuevo y entré en el Arce Rojo a través del refugio en el que me iba a alojar originalmente. El lugar parecía estar exactamente como lo había dejado la última vez que descansé allí. Satisfecho, deshice el ritual para que mi cuerpo volviese a ser completamente material y salí de la bodega para tener una larga conversación con el anciano Johannes. No obstante, en las cocinas hallé un niño escondido debajo de una mesa. Debía tener unos ocho o diez años, más o menos, y tenía un aspecto flacucho y desnutrido, ojos oscuros y el pelo enmarañado y sucio. Por alguna razón, estaba despierto cuando abrí la trampilla y parecía muy temeroso de mí. Usé las artes de la Dominación en él para obtener inmediatamente respuestas sinceras. Me contó que su nombre era Valath, que sus hermanos se llevaron al anciano Johannes la noche anterior para castigarle por darme cobijo y que su hermano mayor, llamado Creg, me busca. Le ordené que me describa a su hermano y el muchacho así lo hizo, aunque también respondió que Creg podía mudar a voluntad su piel. Ese último dato me causó un estremecimiento involuntario. Solo los Tzimisce tenían el poder de la sangre que les permitía dar forma a la carne y el hueso como si fuesen arcilla en manos de un alfarero. Por último, le pregunté al muchacho qué hacía allí y él me respondió que estaba vigilando el interior de la posada, mientras sus hermanos permanecían ocultos en la calle para capturarme.

Las nuevas eran muy preocupantes. Johannes en manos de los monstruosos Tzimisce por mi culpa, sufriendo con seguridad toda clase de tormentos indecibles. Los hermanos de Valath escondidos en las calles. Sospechaba que si todavía no habían irrumpido en el Arce Rojo era porque o bien aguardaban hasta el amanecer para actuar o bien esperaban a que llegasen refuerzos. Una última orden por mi parte obligó al muchacho a caer pesadamente dormido. Sin perder más tiempo, bajo con él en brazos de nuevo al estrecho refugio de la bodega. Dejé a Valath en el jergón de paja y realicé lo más rápido que pude el ritual del Paso Incorpóreo.

Como esperaba, no tardaron en presentarse. Eran ruidosos y torpes, por lo que supe de su llegada nada más que entraron en la posada. Dos de ellos entraron en el refugio mientras tres más permanecían a la espera en la bodega. Estaban armados con espadas, hachas y antorchas y llevaban puestas toscas armaduras. Para mi decepción, ninguno de ellos era un Cainita, aunque mi aspecto sobrenatural no les causó ningún temor. El más osado gritó que me rindiese en nombre de la familia Premsyl. Ignoré su altanería y le expliqué a su compañero que deseaba hablar con Creg para negociar con él personalmente, asegurándoles que había embrujado al niño y que sólo rompería dicha maldición si liberaban al anciano Johannes. Ambos se rieron cuando escucharon mi oferta y me atacaron despreocupadamente. Tardaron en comprender lo que veían sus ojos. Sus armas atravesaban mi cuerpo inmaterial sin hacerme el menor daño.

Estaba claro que no iba a obtener nada mejor de aquellas hombres inferiores, por lo que decidí ignorarlos, atravesándolos literalmente. Los hombres de la bodega me asaltaron de inmediato, pero sus esfuerzos tampoco sirvieron de mucho. Dejé atrás sus frustradas blasfemias y salí a la calle. Dos hombres más esperaban afuera montados a caballo. Intenté dejarlos atrás cruzando a través de las paredes de los edificios y quedándome en algunas casas, pero aquellos bellacos no se dieron fácilmente por vencidos. Los jinetes me seguía den cerca rodeando los edificios mientras que los hombres a pie forzaban las puertas para tratar de atacarme inútilmente. Si continuaba con la misma estrategia, podría provocar involuntariamente de muchos inocentes.

Aquello me abrió la mente a una idea muy tentadora. Si guiaba a los Premsyl hasta el Barrio Judío y seguía usando la misma estrategia, podría utilizar a esas bestias para vengarme indirectamente del Nosferatu que casi había acabado con mi existencia cuando llegué a Praga. Ya que no podía vengarme directamente de aquella rata, usaría a los Premsyl para dañar a sus protegidos mortales. Sería una crueldad y un acto extremadamente mezquino, pero la idea permaneció rondando con fuerza en mi cabeza sin que el futuro sufrimiento de las víctimas lograse disiparla.

Al final tomé una decisión. Iba a ponerla en práctica inmediatamente.

lunes, 25 de junio de 2012

C. DE T. 1 - 29: LYBUSA


Al despertarme, me reuní de nuevo con Garinol y Ecaterina, mas fuimos interrumpidos por un monje, que vino a avisar a su señor de que durante la tarde se habían encontrado los cadáveres de dos hermanos en la arboleda que cubre la colina. Todos advertimos la sombra de la preocupación en el semblante del abad no muerto, que ordenó al monje que le indicase dónde se hallaban sus cadáveres. El mortal nos guió a través de los corredores del monasterio hasta que llegamos a una pequeña habitación, con una robusta mesa de madera, sobre la que yacían inertes los cuerpos y un brasero en una de las esquinas iluminando débilmente la estancia.

En seguida me di cuenta de que aquellos fallecidos presentaban en sus cuerpos muertos las mismas heridas que las de los hombres que murieron defendiendo la caravana de Erud. Enormes marcas de garras y fauces dejaron rastros horrendos en ellos. No me cabía ninguna duda: los asesinos eran los mismos hombres lobo que habían arrasado Satles y masacrado a Erud y a sus hombres pocos días antes de su llegada a Praga. Me quedé aterrado ante la posibilidad de que hubiesen captado mi olor en Satles, siguiéndolo hasta aquí. Mas descarté esa posibilidad al darme cuenta que cuando atacaron a la caravana, yo me hallaba retrasado y aislado por aquellos caminos en las montañas. No, me dije, no era a mí a quien buscaban esas horribles criaturas. Buscaban otra cosa... o a alguien. La niña. Sana. Eso era. Tenía un raro color cambiante en su aura vital. En Satles no me había dado cuenta de lo que significaba, apartando dicho pensamiento a un lado hasta que tuviese más tiempo para reflexionar sobre ello. Ella debía ser algún tipo de descendiente o familiar sanguíneo de los hombres lobo.

Oculté lo mejor que pude mis deliberaciones interiores. Por suerte, Garinol estaba muy ocupado observando con gran concentración el ojo sin vida de uno de los muertos. Luego se volvió hacia nosotros, aún más extrañado y preocupado si cabe, diciéndonos que lo último que había visto el monje muerto era una inmensa forma peluda y salvaje avalanzándose sobre él. Nunca antes había ocurrido algo así en el monasterio de Petrin, por lo que sospechaba que mi llegada estaba vinculada de algún modo a este reciente ataque. Podía confirmar sus sospechas aclarándole que buscaban a la niña, pero ello sellaría de inmediato su sentencia de muerte, así que aventuré que tal vez los hombres lobo, siendo enemigos como son de todos los Cainitas, se habían visto atraídos de algún modo por nuestra presencia y que probablemente nos acechasen para darnos caza por separado. El temor que levantó aquella posibilidad disipó las dudas de mis acompañantes. Garinol nos facilitó dos caballos para que pudiésemos llegar cuanto antes a la seguridad de la ciudad y, con suerte, alejar a  los monstruosos cambiaformas de la colina de Petrin.

Tal y como esperaba, los Lupinos no nos atacaron en aquel momento, por lo que Ecaterina y yo alcanzamos la ciudad sin dificultades. Dejando los caballos en un lugar seguro, nos internamos silenciosamente por las calles de la Praga. Pasado el peligro, ella se ofreció a darme cobijo en su refugio durante las horas del día. Su oferta era muy tentadora. Probablemente, Garinol le hubiese pedido que me vigilase de cerca. Aunque no entraba en mis planes cambiar una celda por otra, sí que podría resultarme beneficioso en el futuro conocer su lugar habitual de descanso, en el caso de que nuestra alianza temporal encontrase un final abrupto o de que necesitase comerciar con esa información con otros Cainitas. Así pues, cruzamos el río Vltava y ella me guió por las calles hasta llegar a las cercanías de la universidad.

Pero cuando llegamos a la plaza, en seguida presentí que algo no iba bien. Noté una presencia cerca, acechándonos. La encontré sobre el tejado de uno de los edificios contiguos. No pude verla con claridad, pero sí intuí la sobrecogedora obra de los Tzimisce en la deformidad de sus músculos y cartílado. La criatura extendió sus alas membranas. Ecaterina también la vio.
-Es Lybusa, -me gritó- ¡Corre!

Seguí su desesperada carrera hacia la arcado del edificio, mientras escuchaba un grito inhumano a mi espalda. La criatura se había dejado caer con cierta gracilidad, planeando sobre nosotros. Sus garras óseas rasgaron mis ropas antes de que me diese tiempo a ocultarme con Ecaterina tras las gruesas columnas de piedra que sustentaban el techo de uno de los pasillos laterales de la universidad.

Mi voz no era más que un murmullo apenas susurrado cuando le pregunté a Ecaterina quién era el ser que nos atacaba. Ella me respondió que Lybusa era una ghoul que había vivido durante más de un milenio al servicio de los señores Tzimisce de Praga. Capté un pánico genuino en su voz mientras me decía que tendríamos que separarnos, puesto que no pensaba guiar a aquel monstruo hasta su refugio diurno. Asentí en silencio, esperando durante una eternidad a que Lybusa se mostrase de nuevo para poder escapar.

Por fin, tras un tiempo que pareció toda una eternidad, sucedió algo. Un broche de oro cayó desde las alturas al patio, rodando durante unos instantes sobre los adoquines hasta permanecer inerte. Mi aguda vista reconoció en los grabados bañados por la luz de la luna los símbolos de la Casa Tremere. Probablemente, el medallón perteneciese a alguno de los Tremere desaparecidos de los que me había hablado en Garinol. Aquello me reveló al fin qué destino les había aguardado. Aún así, necesitaba el colgante como prueba. Salí de mi escondite en las sombras y me abalancé sobre el medallón, siendo consciente de que era una trampa muy obvia, pero no teniendo más elección que caer en ella para obtener aquel preciado premio.

Tan pronto como mi mano alzó el medallón del suelo, una figura envuelta en mortaja se precipitó sobre mí desde uno de los arbotantes de piedra. Su larga melena era blanca como la nieve y su rostro pálido como la luna, con unos enloquecidos ojos oscuros. Su boca se abría y se cerraba mientras de ella emanaban horribles sonidos rasgados semejantes a una risa infernal. Era una criatura de pesadilla, descendiendo sobre mí para traerme la muerte definitiva con sus crueles garras.

Lybusa se estrelló con violencia contra el suelo, a pocos pasos de distancia de donde me hallaba. Me había apartado de su violenta caída por muy poco. Ecaterina aprovechó ese momento para huir mientras yo me alejé corriendo por la dirección contraria. La ghoul Tzimisce no vaciló y me persiguió sin demora, saltando de tejado en tejado. No podía dejar atrás su siniestra sombra, mas tuve la buena fortuna de seguir el camino correcto hasta llegar a las orillas del río. Quebré la superficie de hielo con mi daga en  el mismo momento en que ella llegó a mí. No obstante, me sumergí en las frías aguas del río antes que sus garras pudiesen hacer algo más que rasgar mis ropajes. Por ahora estaba a salvo.

viernes, 22 de junio de 2012

C. DE T. 1 - 28: ECATERINA


Evitando ofrecerme cualquier tipo de explicación, Garinol ordenó a sus monjes que trajesen caballos para nosotros cuatro. Después cabalgamos juntos durante un corto espacio de tiempo, hasta que nos acercamos a una pequeña capilla de piedra construida entre unas rocas situadas al otro extremo de la colina. Incluso desde la distancia pude percibir que esa humilde construcción era especial, pues estaba protegida por un  aura invisible de santidad. Los Capadocios detuvieron sus monturas y desmontamos para avanzar a pie el resto del camino. La intranquilidad que sentía por la cercanía de suelo sagrado se fue agudizando a medida que nos aproximábamos. Garinol rompió entonces el tenso silencio que se había creado para comunicarme que mi fe debía ser puesta a prueba, para que el Señor Todopoderoso deshiciese la maldición impía que me acosaba.  Durante unos segundos, no supe qué pensar. El poder divino de los lugares sagrados repelía a los descendientes de Caín, llegando a infringirnos graves heridas. ¿Trataba el Capadocio de ofrecerme el descanso final de esta dolorosa forma o verdaderamente existía la posibilidad de confrontar el poder de Dios contra los embrujos de Kupala? Garinol esperó pacientemente a que me decidiese.

Obligado por las circunstancias, me acerqué al pequeño edificio sintiéndome cada vez más inquieto e intranquilo. Los últimos pasos para llegar a la entrada fueron muy difíciles para mí. Sentí el ominoso peso de la santidad de la capilla sobre mí. Mi mano sufrió una abrasión cuando sujeté el agarre metálico de la puerta, pudiendo escuchar un pequeño siseo y ver con temor cómo escapaban ligeros hilos de humo de mis dedos acompañados del hedor de la carne quemada. Reprimí el dolor con todas mis fuerzas para no proferir ningún grito y abrí completamente la puerta hasta que me reveló el interior de la pequeña estancia. El tremendo esfuerzo exigido provocó que volviese a sudar abundante sangre. Haciendo acopio de toda mi voluntad, forcé mi entrada en aquel lugar santo dando tres pasos más durante lo que me pareció una eternidad. El aplastante peso sobre mis hombros me obligó a arrodillarme ante la figura de madera policromada de una santa cuyo nombre nunca llegué a conocer. Toda mi piel comenzó a humear lentamente, mientras suplicaba misericordia. Impotente, alcé mis brazos mientras el calor divino me abrasaba para implorar desesperadamente perdón por todos los crímenes y pecados que había cometido. De alguna forma aquel acto hizo que me sintiese levemente mejor pese a que aún seguía siendo un Cainita, un alma condenada. No obstante, Garinol se hallaba entusiasmado cuando me vio salir de la capilla. A sus ojos había superado algún tipo de prueba, incrementando en gran medida su confianza en mí.

Los cuatro regresamos en silencio al monasterio. Serena y Mercurio nos dejaron solos para que pudiésemos hablar en privado, mas, un monje informó a Garinol de la llegada de otro visitante importante. El Capadocio me pidió que lo acompañase y salimos juntos al claustro para recibirlo. Era una mujer esbelta, de largo pelo castaño y ataviada con un velo rojo que cubría su cabeza y la parte inferior del rostro, aunque contribuía a destacar aún más sus penetrantes ojos verdes. También vestía un mantón amarillo sobre los hombros y unos finos ropajes del mismo color que su velo. Garinol le dio formalmente la bienvenida, llamándola por su nombre, Ecaterina. Ella no trató siquiera de disimular su enfado recriminando inmediatamente al Capadocio que me hubiese ocultado en su monasterio. Asimismo, le dijo que los lacayos del Príncipe me estaban buscando y que no tardarían muchas noche antes de investigasen aquí.  Por último, dirigió su furia contra mí, asegurando que había hablado con Josef y que él juraba que yo le había atacado mientras huía. Me defendí asegurando que los hechos no habían sucedido de esa manera. Entonces, para nuestra sorpresa, Garinol rompió su silencio para defender mi inocencia frente a su aliada.. La Cainita, renuente, le contestó que su obsesión por la maldición de Caín les estaba poniendo a todos en peligro.

En aquel momento, el Capadocio alzó conciliador su mano y le pidió que se tranquilizase, invitándonos a acompañarle a una de las cámaras del monasterio para continuar allí nuestra conversación. El breve paseo contribuyó a apaciguar la furia de Ecaterina, aunque no dejó de vigilarme con miradas suspicaces. Una vez que estuvimos acomodados, Garinol decidió confiar en mí y explicarme lo que estaba pasando. Me contó que los miembros de la Casa Tremere llevaban años buscando algo en el barrio judío, que era el dominio personal de Josef. Mis compañeros Tremere y el Nosferatu habían estado jugando a un peligroso juego desde entonces, un juego que subió sus apuestas cuando empezaron a desaparecer algunos de mis compañeros Tremere y cuando, hacía escasas noches, fue secuestrado un importante rabino judío llamado Mordecai ben Judá. El rapto del mortal era la razón por la Josef se había arriesgado a entrar en el Arce Rojo, porque estaba convencido que mi llegada a la ciudad tenía algo que ver con el destino de su protegido.

Sus palabras me hicieron reflexionar. Había hallado sin pretenderlo la forma adecuada para ganarme su confianza y conseguir al mismo tiempo la libertad de mis criados. Les aseguré a loa dos que si liberaban a mis criados, descubriría todo lo que supiese la Casa Tremere sobre la misteriosa desaparición del rabino. Por supuesto, ambos querían un compromiso más firme que ese, pero no accedí a ello, pese a que Garinol consiguió que me comprometiese a cumplir primero mi parte del trato. Aquel era el mejor acuerdo que podía obtener en esas circunstancias, así que acepté de inmediato. Con un poco de habilidad por mi parte, pensé, podría jugar a dos bandas y atraer al anciano Capadocio al bando Tremere. Como ya era tarde cuando logramos ponernos de acuerdo con esos detalles, el Capadocio nos ofreció su monasterio a ambos para que descansásemos durante las horas del día, oferta que aceptamos sin reparos.

Encerrado a solas en una estrecha celda de aspecto espartano, ese día fue el primero que pude descansar sin pesadillas desde mi aterradora estancia en Satles.

jueves, 21 de junio de 2012

C. DE T. 1 - 27: MERCURIO Y SERENA


Al volver a la capilla, Garinol parecía aguardar mi regreso con expectación. Me explicó que el Señor no nos había condenado, sino muy al contrario, nos había bendecido alzándonos por encima de la humanidad para cumplir Su obra. De hecho, los dones antinaturales de la sangre, eran dones divinos que ensalzaban Su gloria. Por sus palabras y la vehemencia que mostró, era evidente que el Capadocio era un devoto seguidor del camino espiritual conocido como Via Caelis. No obstante, continuó contándome que la brusca aparición de la Casa Tremere había desconcertado a los que compartían sus creencias debido a los rumores que corrían sobre la aparición de un nuevo don del Señor; obviamente, se refería a la magia de la sangre que los Tremere denominamos Taumaturgia.

El Capadocio hizo entonces su oferta. Si pudiese comprobar la veracidad de dichos rumores, ambos podríamos beneficiarnos mutuamente. Por mi parte, aunque me esperaba una proposición parecida, no dejó de sorprenderme. La magia de la sangre era nuestra única ventaja en el entramado de conspiraciones y pugnas de los descendientes de Caín. Si compartíamos descuidadamente nuestros secretos, no sobreviviríamos ni siquiera una década ante nuestros numerosos enemigos. Además, únicamente el Consejo de los Siete, el órgano supremo de gobierno de nuestra Casa, podía aprobar una iniciativa semejante.

Garinol percibió de inmediato mis reservas, por lo que intentó seguir negociando a través de otros cauces. Me confió que en los últimos meses habían desaparecido varios Tremere en Praga y aventuró la posibilidad de que mis superiores me hubiesen enviado a esta ciudad para hallar la muerte definitiva. Un estremecimiento recorrió mi cuerpo. La idea no era tan descabellada. El Consejero Etrius tal vez querría deshacerse de mí por pertenecer al linaje de su eterno rival Goratrix, mientras que mi sire Jervais bien podría haber buscado mi abrupto final tras el inesperado éxito que había cosechado en el Paso de Tihuta. Ello podría explicar las escuetas instrucciones que se me entregaron y que Ardan no me hubiese brindado la protección de su capilla. Más tarde tendría que estudiar  todas las implicaciones de ese espinoso asunto.

Sirviéndose de mis dudas, el Capadocio me informó de que mis actos de la noche pasada forzarían al Príncipe de Praga a buscarme por todos los medios y entregarme sin piedad a sus amos Tzimisce. Por tanto, lo más sensato sería que perteneciese tras la seguridad de los muros del monasterio durante cierto tiempo, aseveró. Notaba cómo intentaba cerrar la trampa a mi alrededor, pero no sería yo el que cayese en ella. Le aseguré que me sentía honrado por su oferta, pero que lo más sensato sería meditar todas las opciones hasta hallar la más segura para todos nosotros.

Para ganar más tiempo, desvié la conversación hacia la naturaleza del alma y la espiritualidad. Eso entusiasmó a mi anfitrión, que afirmaba vehementemente que las creencias humanas estaban erradas. Un lobo no debía simular ser una oveja y, por tanto, debía seguir sus propios instintos, sin imitar las costumbres de sus presas. También volvió a incidir en la idea de que nuestra sangre Cainita era una bendición de Dios Todopoderoso. Además me confió que me parecía mucho a él durante su propia juventud, cuando la confusión pugnaba con la piedad en su fuero interno. Su fanatismo y la edad que transmitían sus palabras me estremecieron, pero me mantuve firme en mis creencias. Le respondí que el Señor sólo era un mero espectador en nuestras trágicas existencias y que la razón era la que nos separaba de los animales, del instinto y del caos.

En ese momento me di cuenta de que quizás una criatura tan antigua y sabia como Garinol tal vez había oído hablar de una deidad llamada pagana llamada Kupala. Le hice esa misma pregunta. Ahora era el Capadocio quien mostraba reservas, pero finalmente accedió a contarme que unos Cainitas habían acudido a él hacía mucho tiempo para averiguar cualquier información relevante sobre esa misma deidad. Viendo mi interés, aprovechó para hacerme una nueva oferta: si le mostraba un "milagro" de mi taumaturgia me contaría más cosas acerca de ese tema. Sonriendo, acepté su oferta de inmediato. Comenzaba a darme cuenta de su obsesión y su intriga por mi Casa y la taumaturgia que inventamos me daría la llave para salir del peligroso problema en el que estaba involucrado.

Me pidió que le esperase en el huerto. Allí comprobé que la noche estaba despejada, por lo que la luz de la luna y las estrellas iluminaba adecuadamente el terreno. Unos pocos monjes de ropas ajadas trabajaban los frutos de la tierra de forma pausada y torpe. Me extrañó sobremanera que estuviesen haciendo esa tarea a aquellas horas nocturnas, por lo que me acerqué para observar mejor lo que hacían. Al acercarme, descubrí espantado el hedor a putrefacción que desprendían y los huesos que sobresalían a través de la carne corrupta. Eran cadáveres animados por algún extraño poder sobrenatural. Ellos no percibieron mi presencia, o la ignoraron, y continuaron realizando sus pesadas faenas. Me alejé pensativo. Había oído muchos rumores de los Capadocio, pero uno de los más insistentes aseguraba que estaban obsesionados con los misterios de la Muerte y que dominaban extraños poderes relacionados con la decrepitud y los muertos. 

Retrocedí a un lugar alejado mientras esperaba a mi anfitrión. Garinol vino acompañado de dos Cainitas a los que presentó como sus dos chiquillos, Mercurio y Serena. El primero era un monje alto y muy corpulento, con una tupida barba y una larga melena de color castaño oscuro. Vestía el mismo hábito gris que los mortales de aquella comunidad monástica. Lo que más me llamó la atención de él era su mirada dura y escrutadora. Por otra parte, Serena era una joven agraciada, de larga melena oscura y ojos del mismo color. Ambos mostraban el mismo aspecto mortecino que su sire, pero a diferencia de éste, no mostraban el mismo entusiasmo por la demostración que iban a contemplar. Me pareció un curioso detalle que tal vez me fuese útil en el futuro.

Debía estar a la altura de las expectativas que había fraguado, por lo que me concentré y recurrí al poder mágico de mi sangre maldita. Entoné el encantamiento del Rego Tempestas y, de inmediato, una espesa capa de nubes oscuras cubrió el cielo sobre la colina de Petrin, escondiendo con su manto la luna y las estrellas. Luego, moldeé las energías invocadas para hacer que lloviese sobre nosotros. Garinol estaba extasiado. Se arrodilló y oró con fervor a Dios. Contemplé en silencio su fervor, sabiendo que mi demostración lo había impresionado. En adelante, podría negociar en pie de igual con él. Sin embargo, sus chiquillos no parecían tan impresionados como Garinol, aunque adoptaron un papel convincente ante su sire.

Cuando hubo terminado sus oraciones, pedí al Capadocio que cumpliese su parte de lo acordado. Así lo hizo. Me contó que les había permitido a aquellos Cainitas el acceso al monasterio de Estrajov, donde la Iglesia almacena gran cantidad de tomos y libros de todo tipo. Ellos se marcharon inmediatamente después de haber encontrado lo que andaban buscando sin ofrecer ninguna explicación. Garinol empezó a tomar en serio mi interés por Kupala, preguntándome por qué estaba tan interesado en esa deidad pagana. Yo le expliqué los horribles pormenores de mi estancia en Satles. También le confesé que que creía estar embrujado, a causa de las terribles pesadillas que sufría desde entonces. El Capadocio escuchó con rostro serio mis palabras y me propuso inesperadamente una solución: buscar la salvación divina.

miércoles, 20 de junio de 2012

C. DE T. 1 - 26: GARINOL


A la noche siguiente me desperté de nuevo empapado en sangre, pero con buena salud y libre de cualquier atadura. El cansancio no pudo mitigar mi ira. ¿A qué estaba jugando el regens Ardan? Se suponía que este refugio debía ser seguro y, sin embargo, habían intentado atentar contra mi no vida hacía escasas horas. ¿Era tan solo un negligente o había intentado atentar deliberadamente contra mí? Cualquiera de las dos posibilidades me llenaba de furia. El tiempo de las cortesías se había terminado, decidí en silencio. Iba a interrogar a Johannes y obligarle a que me revelase el paradero de Ardan. Salí del pequeño cubículo y dejé atrás la bodega mientras subía las escaleras que conducían a las cocinas. Al abrir la trampilla, descubrí a cuatro hombres armados y con armaduras de cuero tachonadas con piezas de metal que se sobresaltaron al verme irrumpir allí de pronto. El que parecía estar al mando hizo el esfuerzo de parecer sereno y me pidió cortésmente que les acompañase ante su señor. Les respondí que así lo haría siempre y cuando me permitiesen asearme y limpiar la sangre que me cubría. Él aceptó satisfecho y sus hombres respiraron aliviados.

Mientras me aseaba, repasé mentalmente todas las posibilidades. Quizás Johannes había informado a Ardan de lo ocurrido y éste había enviado a sus criados para que me guiasen a la capilla, concediéndome la protección que me había faltado la noche anterior. No obstante, semejante posibilidad me pareció muy remota en ese momento. Otra posibilidad, más peligrosa si cabe, era que el Príncipe de Praga hubiese enviado a sus sabuesos para atrapar al irresponsable Cainita que había causado el destrozo público de la picota durante la noche anterior. Varios mortales habían sido testigos de mi huida y no tenía la menor duda de que las preguntas adecuadas hubieran conducido fácilmente a la posada del arce rojo. Si ese era el caso, corría un gran peligro, pues la ciudad estaba gobernada por los Tzimisce. Sin embargo, estos hombres no habían tratado de apresarme durante el día, ni de registrar concienzudamente la posada, lo que abría expectativas más halagüeñas para mí. Después de todo, tal vez pudiese negociar con el Cainita que fuese su amo, fuera quien fuese.

Permití que aquellos mortales me escoltasen por las vacías calles de Praga. Supuse que la noticia de lo ocurrido la noche anterior había conmocionado a sus vecinos y todos ellos, excepto los más aguerridos, evitarían aventurarse en la noche durante los próximos días. Para mi sorpresa, mis acompañantes me guiaron hasta el otro extremo de la ciudad, ascendiendo por una colina cubierta por una pequeña arboleda que ocultaba los muros del monasterio de Petrin. Un monje vestido con un manto grisáceo nos abrió la puertas y mis escoltas me condujeron a través de los corredores del edificio hasta una pequeña capilla. Allí me esperaba pacientemente su señor, un joven de unos veinte o veintidós años, estatura media, ojos oscuros, pelo negro y vestido con hábitos monacales. Pero lo que más destacaba de aquel joven era su piel, cuya mortecina palidez era casi translúcida. Yo había visto una palidez menos intensa pero igual de mortecina en el hermano William, por lo que no me fue difícil deducir que el señor del monasterio también pertenecía al clan Capadocio.

El Cainita se presentó a sí mismo como Garinol, el abad del monasterio de Petrin, y me dio la bienvenida a su comunidad. Habló conmigo largo y tendido de manera muy civilizada, haciendo numerosas preguntas para sondearme al mismo tiempo que intentaba confirmar o desmentir rumores sobre la Casa Tremere. Avancé con cautela ante sus preguntas mientras esperaba para averiguar si me hallaba ante un posible aliado o un enemigo. Había hechos conocidos o notorios de los que pude hablar con más libertad que otros, así que le confirmé que el clan Tremere estaba en guerra contra los Tzimisce y que, para defendernos de nuestros fieros adversarios, nos vimos obligados a crear sirvientes monstruosos con la carne y la sangre de otros Cainitas. El abad Garinol dirigió entonces su curiosidad hacia las actividades de mi clan en Praga. Pude responderle con honestidad que desconocía las actividades de mis hermanos en la ciudad, aunque se me había ordenado reunirme con ellos.

Hasta ese momento, el Capadocio había dirigido con maestría el rumbo de la conversación. Era un individuo agudo, educado y brillante. No obstante, su físico juvenil no pudo engañarme. Su mirada no podía ocultar el peso de la vejez en aquel Cainita. Así pues, debía ganarme su beneplácito para conservar mi no vida, aunque debía hacerlo sin que eso pusiese en peligro los intereses de la Casa Tremere en la ciudad. Era un juego de delicados equilibrios que tendría que reconducir a una dirección más propicia.

Decidí desviar el objeto de nuestra conversación por nuevos derroteros. Le expliqué que había sido atacado violentamente por un Nosferatu que casi había acabado conmigo. El abad Garinol me confesó entonces que estaba aliado con el Nosferatu, cuyo nombre era Josef. Eso me ponía en graves aprietos. Sin embargo, el Capadocio me tranquilizó diciendo que, aunque había escuchado la historia de Josef sobre los hechos ocurridos, él esperaba oír mi propia versión antes de tomar una decisión. Aproveché esa oportunidad lo mejor que pude, haciendo especial énfasis en el ataque a traición y sin cuartel en la posada del arce rojo. Garinol escuchó mi relato con atención y me confesó que Josef le dijo que había sido yo el que lo había acorralado, obligándolo a defender su no vida.

Había sembrado la duda en el Capadocio y decidí aprovechar la oportunidad para averiguar cómo me habían encontrado sus hombres. El abad me confesó que habían descubierto mi próxima llegada a Praga a través de mis criados. Ellos habían llegado con un par de días de antelación y habían formulado preguntas indiscretas a las personas que no debían. Garinol captó mi preocupación por ellos con suma facilidad y me tranquilizó asegurándome que los tres, mis dos ghouls y la niña, se hallaban bajo la protección del monasterio. Me ofreció asimismo la oportunidad de verlos si así lo deseaba. Por supuesto, acepté su amistosa oferta. Un monje me acompañó a las celdas, mientras el Capadocio esperaba mi regreso en aquella capilla.

Ante mí se abría la oportunidad de liberar por la fuerza a mis criados y salir del monasterio. El Capadocio y el Nosferatu eran aliados, por lo que dudaba que Garinol fuese a confiar plenamente en las palabras de un extraño procedente de un linaje famoso por su secretismo y traiciones. Sin embargo, si huía, ¿qué haría después? No, debía averiguar cuanto pudiese y tratar de atraer al Capadocio a la influencia de la Casa Tremere por todos los medios. Estaba claro que él quería involucrarme en sus juegos, lo que me ofrecía al menos una oportunidad para lograr aquel objetivo. En cualquier caso, memoricé el camino que seguimos.

Lushkar y Sana estaban encerrados en una de las celdas. Ambos habían recibido un buen trato, así que sólo tuve que tranquilizar los miedos de Lushkar y asegurarle que pronto los sacaría de aquella celda. Por otro lado, Derlush se había resistido a sus captores, por lo que lo habían encadenado en un sótano. Su rostro mostraba varios moratones y marcas de golpes, pero se hallaba en buen estado de salud. Le ordené que no diese más problemas y que guardase todas sus fuerzas hasta que requiriese sus servicios. Aceptó mis palabras de inmediato, apaciguado al saber que había dado con su paradero.

Mientras el monje me acompañó de vuelta a la capilla donde me esperaba el abad Garinol, me di cuenta de que el Capadocio era un jugador muy astuto. Al permitirme ver a mis criados, me recordaba que no sólo estaba en juego mi propia existencia, sino también sus vidas. Definitivamente, debía actuar con extrema cautela en su presencia.

martes, 19 de junio de 2012

C. DE T. 1 - 25: LA SOMBRA DE LA TRAICIÓN


Sólo pasaron unos segundos cuando escuché un fuerte alarido inhumano y un ruido en el tonel que conducía a mi nueva morada. ¿Quién había intentado entrar? La protección taumatúrgica sólo era efectiva contra Cainitas y había excluido expresamente de sus efectos al regens Ardan. Por consiguiente, supuse que sólo podía tratarse de uno de nuestros numerosos enemigos. Perdí unos escasos pero valiosos minutos deshaciendo el ritual y luego accedí a la bodega. ¡Estaba vacía! Subí apresuradamente por las escaleras. Con las prisas alguien había dejado la trampilla abierta. Al otro lado, las cocinas también estaban vacías. No había ninguna luz o ruido que delatase la presencia del intruso. Entré en el salón de la entrada. La puerta de la calle estaba cerrada. El Cainita sólo había podido subir por las escaleras a la planta superior. Subí siguiéndole tan rápido como pude. En la planta de arriba se hallaban los aposentos comunales y privados de la posada. Todas las puertas estaban cerradas. No había rastro alguno del intruso. Traté de calmarme y concentré mis sentidos para escuchar los sonidos tras las puertas. Mi instinto me alertó casi a tiempo y traté de apartarme antes de que me llegase el ataque, pero no fui lo bastante rápido.

El Cainita, que había aparecido de la nada detrás mío, hundió su daga en mi brazo izquierdo con una fuerza sobrehumana. Su arremetida cortó carne y hueso con facilidad, dejándome el brazo temporalmente inútil. Retrocedí unos pasos, pero su sombría figura seguía acosándome de cerca. Era un ser horrible, con la cabeza aplastada en su lado izquierdo, al que también le faltaba parte de la mejilla en el lado derecho. Sus dientes estaban podridos. Su nariz era una masa deforme. Su cuerpo retorcido tenía una malsana tonalidad gris. Vestía una sucia capa con capucha de la se entreveía un mugriento pelo negro. Era un Nosferatu, por supuesto. Ese Clan de Cainitas era famoso por la capacidad de sus miembros para permanecer invisibles a la simple vista y por su fuerza sobrehumana.

Invoqué a la sangre para que curase mis heridas y desenvainé mi propia daga. La criatura no se acobardó y siguió golpeándome una y otra vez, hiriéndome de gravedad. Sus golpes no erraron en el blanco y me mantuvo constantemente a la defensiva mientras yo intentaba apartarme sin éxito del filo de su daga. Desesperado, seguí usando mi sangre para curar mis heridas a medida que aparecía, pero pronto empecé a quedarme sin sangre en mis venas muertas. Los ruidos de la pelea debían haber despertado a todos los mortales de la posada, mas ninguno de ellos se atrevió siquiera a abrir su puerta y ofrecer su ayuda. Uno de los poderosos golpes de mi atacante hizo que atravesase como un ariete una de aquellas puertas. Recuerdo que sus ocupantes gritaron asustados. Recuerdo que el Nosferatu vino a mí para rematar su obra. Recuerdo que escuché el gruñido inhumano de mi Bestia Interior alejando el dolor y prometiendo venganza con tributos de sangre y muerte. Mi furia, el hambre y el miedo le dieron las fuerzas necesarias para superar la barrera de mi férreo autocontrol y poseer mi cuerpo con sus malsanos instintos.

Cuando desaparecieron las nieblas rojas y recuperé la consciencia, me hallaba bajo una picota. Asomaba por una de sus rendijas el muñón seco de una pierna y, tirada en el suelo a varios metros de distancia, se encontraba el desgarrado el resto del miembro de la víctima. El prisionero de la picota había muerto de forma extremadamente dolorosa y, yo, me hallaba pletórico y saciado de sangre. Inconscientemente, había sido yo su cruel verdugo. ¿Por qué? ¿Por qué siempre debía tener mis manos manchadas con la sangre de los inocentes? Había sido culpa del Nosferatu, me dije a mí mismo. Si no  hubiese tenido que usar casi toda mi sangre para curar las heridas provocadas por sus ataques, mi Bestia Interior no se habría adueñado de mí y no hubiese sucedido nunca aquel acto macabro. Sí, toda la culpa era suya, no mía. En aquel lugar, juré que me cobraría mi justa venganza en cuanto se presentase la ocasión adecuada. No me percaté de que mi decisión me había vuelto más frío e inhumano, pues tenía preocupaciones más acuciantes en aquel momento.

Por encima de los tejados de los edificios el cielo comenzaba a clarear. Sólo tendría unos escasos minutos para encontrar refugio antes de que la luz del amanecer abrasase mi carne no muerta. Pero antes de huir, tenía que hacer algo con desastre. Los mortales encontrarían el cuerpo de la víctima y buscarían a los culpables para ajusticiarlos. Debía desviar su atención de la existencia de los monstruos bebedores de sangre. Unté mis dedos en las manchas de sangre del suelo y escribí en el metal de la picota las letras LCF acompañadas del número 666. Confiaba en que eso encaminaría a las autoridades mortales a buscar brujas y adoradores de Satanás en lugar de no muertos. En cualquier caso, ya no me quedaba más tiempo. Salí corriendo en dirección a la posada del arce rojo. Por el camino me vieron aterrados dos ganaderos y varias personas que acudían a sus trabajos matutinos. Sin duda, mi propia imagen debió causar gran espanto: extrañas túnicas escarlatas y rostro y manos cubiertas de sangre. Ninguno de ellos osó impedir mi paso.

Al llegar a la puerta de la posada, la golpeé nervioso para que me abriesen. Las nubes habían perdido su oscuridad y pude distinguir con claridad los primeros rayos del sol cubriendo los tejados de las casas. Mi mente también empezaba a sentir los efectos del sopor diurno. Me pegué a la puerta y la golpeé y grité desesperado. El anciano abrió la puerta en el último momento. No tuvo tiempo de apartarse. Lo derribé dolorosamente al suelo de un fuerte empujón para alejarme de la mortífera luz. Johannes cayó violentamente al suelo y se rompió algún hueso. No paraba de chillar de puro dolor. Entré en las cocinas sin hacerle caso y bajé a la bodega. No tenía tiempo para volver a hacer la salvaguardia de Protección contra Cainitas, así que me quedé dormido en el jergón de mi cubículo esperando estar suficientemente protegido de aquel modo.

Ni siquiera mi sopor me proporcionó tranquilidad o consuelo alguno. Al abrir los ojos, descubrí que me hallaba encadenado en una cámara de paredes pétreas, llena grilletes y extraños artefactos. Unas antorchas y braseros iluminaban la estancias, donde reconocí varios instrumentos de tortura. ¿Era una pesadilla o me hallaba preso en el mundo real? En cualquier caso, temblé ante lo que me aguardaba. Dos clérigos entraron en la cámara. Vestían túnicas oscuras. Sus miradas eran duras y estaban cargadas de odio. Un joven les acompañaba cargando con un tablero de madera y el oportuno instrumental de escritura. Me amenazaron para que confesase todos mis crímenes y redimiese mi alma. Hice lo que pude. Confesé mis pecados y todos los crímenes que había cometido hasta la fecha, sin revelar ninguna información sobre la Casa Tremere. Como me esperaba, eso no satisfizo a mi interrogador, que usó un hierro candente para marcar mi piel pecadora. Intenté seguir sus preguntas, pero el clérigo dejó de hacerlas para concentrarse furiosamente en la tortura. Hizo cortes profundos en mis cejas y mejillas. Me amputó una oreja y me arrancó una parte de la nariz. Intenté suplicarle, pedirle perdón, pero no había piedad en su alma. Él y su compañero introdujeron unos hierros en mi boca y cortaron mi lengua mentirosa. A continuación, uno de ellos usó empulgueras para partirme dolorosamente todos los huesos de los dedos de la mano mientras el otro se afanaba por traer uno de los braseros para quemarme los pies. No podía hacer otra cosa que sufrir lo indecible bajo las expertas manos de mis atormentadores. Sólo pude despertarme cuando mi capacidad de sentir dolor se había entumecido a costa de la más terrible de las experiencias.

lunes, 18 de junio de 2012

C. DE T. 1 - 24: EL REGRESO AL HOGAR


Cuando abandoné la granja de aquella familia, encaminé mis pasos hacia las afueras de Praga. Confieso que sentía fuertes sentimientos encontrados en ese momento. Por un lado, estaba muy emocionado por mi regreso a la ciudad que me vio nacer. No había vuelto a verla desde que Jervais me compró a padre cuando tenía la edad de seis años. Mi terrible situación como pupilo de mi maestro provocó que durante los primeros años de aprendizaje ansiase en secreto fugarme y volver al hogar que había conocido. No obstante, el ardor de la juventud transformó esos deseos ocultándolos tras capas de rencor y odio. Solo la madurez me concedió el equilibrio entre la añoranza por lo perdido y la necesidad de venganza. Y después de tantos años, allí me hallaba de nuevo. Aquellas emociones pasadas se habían aguado hacía tiempo, mas aún refulgían pequeños rescoldos en mi alma. Mis padres habrían muerto hacía mucho tiempo, pero tal vez aún viviesen en Praga mis hermanos o sus hijos o los hijos de sus hijos. ¿Debía buscarlos? ¿Significaban algo para mí después tanto tiempo? Decidí que lo más prudente sería no ceder a estos deseos. Relacionarme con mis parientes mortales sólo traería dolor y posibles desgracias para ambas partes. 

Por otra parte, me hallaba en la ciudad para cumplir una misión del mismo Consejero Etrius y esa era una responsabilidad que exigiría toda mi atención. La misiva del consejero no explicaba cuál debía ser mi cometido aquí, sino que debía ponerme directamente en contacto con el regens Ardan. Yo conocía pocas cosas de él o de su capilla, pero lo que sí sabía no me otorgaba ninguna tranquilidad. Muy al contrario, podía ser fuente de posibles problemas. Hasta donde yo sabía en aquel momento, Ardan era uno de los partidarios políticos  del Consejero Etrius, tal vez incluso de su mismo linaje dentro de la Casa Tremere. Por el contrario, Jervais me había convertido en uno de los magus del linaje del Consejero Goratrix, el principal rival de Etrius en el Consejo de los Siete. Incluso los aprendices más humildes eran conocedores de la enemistad e inquina que ambos se profesaban. Se decía que el mismo Tremere había fomentado estos odios ya que su competencia fomentaba el progreso constante de toda la Casa que llevaba su nombre. Por lo tanto, debía desconfiar de Ardan en todo momento. En cuanto a la capilla Tremere de Praga, había oído aún menos cosas sobre ella. Se decía que había sido fundada en secreto sin el permiso de los gobernantes Cainitas de la ciudad. Así pues debía obrar con discreción para proteger el anonimato de la capilla y evitar por ahora el contacto con los Cainitas locales.

Y por último, no podía evitar preocuparme por la suerte de Lushkar y Derlush. Les había ordenado que acudiesen a la ciudad y buscasen discretamente la capilla de Ardan, aunque sin poder darles ningún detalle relevante que facilitase esa búsqueda. Parecía que habían escapado al ataque de los Lupinos contra la caravana de Erud, así que era lógico pensar que hubiesen podido llegar con vida a la ciudad y que, abandonados a sus propios medios, probablemente no hubiesen encontrado aún la capilla Tremere, mas esperaba poder encontrarlos en unos pocas noches en alguna posada de la ciudad.

Andaba pensando en tales preocupaciones cuando alcancé las primeras casas de madera que rodeaban las murallas de mi ciudad natal. No me fue difícil introducirme en la noche a través de una de las partes incompletas de aquel muro y entrar en las callejas del Barrio Nuevo, hasta llegar al Puente de Judith, donde pude ver a los lejos a los guardias de la ciudad patrullándolo a la luz de los faroles. No queriendo llamar su atención, me decidí por un seguir un camino alternativo. En los primeros días de primavera el hielo aún cubre la superficie del río Vltava, pero ya no es lo suficientemente firme para resistir el peso humano. Así pues, amparado en por la noche, rompí la capa de hielo y atravesé el río de un extremo a otro por debajo de sus quebradizas placas de hielo. Tuve que forzar una salida en la otra orilla del mismo modo. A continuación, empapado y con las ropas caladas, me interné en un callejón cercano del Barrio Viejo, donde realicé el Rito de la Presentación.

Sentado sobre mis rodillas, me concentré mentalmente en imaginar una enorme pirámide, cuya cúspide permanecía oculta por una intensa luz. Sus incontables bloques de piedra resistían el peso de todo el junto y permanecían unidos por un manantial de sangre que fluía desde la cúspide, alcanzando todas las filas del monumento hasta llegar finalmente al suelo. Dentro de esa pirámide de luz y sangre, tallé mentalmente unas letras, que formaron rápidamente un título y un nombre: regens Ardan. Un aluvión de imágenes acudieron a mí a modo de respuesta. Vi el Puente de Judith, una calle de casas que descendía una pendiente para girar abajo a la derecha y un edificio con un arce rojo garabateado toscamente en su puerta. El interior parecía propio de una posada o fonda. Me sentí cómodo y bien acogido. En una de las mesas, me esperaba un  sombrío Cainita vestido con una túnica roja. Satisfecho, me incorporé para seguir sus indicaciones.

La oscuridad de las calles encubrió mi breve caminata. Sin embargo, escuché los pasos de una patrulla armada, por lo que me oculté en uno de los callejones para conservar mi anonimato. Los pasos se volvieron más fuertes y la luz de sus antorchas me permitió observarles con gran detalle. Cuatro hombres bien armados y ataviados con camisas de malla o chalecos de cuero con refuerzos metálicos pasaron a pocos pasos de mi escondite, mientras escoltaban a un sacerdote que oraba piadosamente en latín. Ninguno pudo verme y continuaron impasibles su lento caminar por las calles. Yo hice lo propio y llegué a la calle de mi visión, cuyo nombre recordaba de mis días de infancia. La llamaban la Rama Dorada. Me acerqué silenciosamente a la puerta del arce rojo, piqué tres veces y esperé lo que pareció una eternidad hasta que una voz me preguntó finalmente qué quería. Respondí que me esperaba el dueño, mientras miraba a mi alrededor para asegurarme de que no había sido seguido. Al hacerlo, sentí más que vi una mirada observando oculta tras el postigo de la ventana de uno de los edificios cercanos. Sin embargo, fingí ignorarla. Ya tendría tiempo de informar al regens Ardan. Mi interlocutor abrió la puerta tras retirar los cerrojos y descorrer una barra de metal.

Johannes, pues ese era su nombre, era un anciano de rostro arrugado y cansado. Me dio fatigosamente la bienvenida mientras volvía cerrar la puerta una vez que hube entrado. Dijo que debía alojarme en aquel lugar por órdenes del dueño. Aproveché esa ocasión para preguntarle si habían llegado a la posada mis dos criados, Lushkar y Derlush, pero él me respondió negativamente. Su respuesta me llenó de intranquilidad por ellos, pero no dejé traslucir dichos sentimientos. Fingiendo no darle mayor importancia, permití que Johannes me condujese hasta una trampilla en las cocinas. Bajamos a la bodega y allí me pidió ayuda para mover uno de los grandes toneles que permanecía contra la pared. Al hacerlo, el tonel resultó estar vacío y esconder un estrecho corredor de unos diez metros de paredes de tierra desnuda. El anciano se internó en primer lugar y me acompañó hasta una pequeña sala provista de un jergón de paja, un escritorio, un tocón de madera a modo de silla y un pequeño arcón. Johannes me informó que el arcón tenía tinta y pergamino, así como ropas limpias y nuevas. Un poco decepcionado por el recibimiento tan humilde que me dispensaba la capilla de Praga, le pregunté al anciano cuándo me recibiría el regens Ardan. Johannes no pareció entender del todo la palabra "regens", pero sí reconoció de inmediato y con un sumisión el nombre de Ardan. Me confesó que no sabía decirme cuándo sería recibido por él, pero que lo normal era que los invitados esperasen allí hasta Ardan acudiese a visitarlos. Asentí resignado ante sus palabras y lo despedí para poder quedarme a solas.

Aproveché el tiempo que restaba de noche para ofrecer una imagen más digna del regens y Príncipe de la ciudad Balgrad. Me deshice de las humildes ropas de ganadero que llevaba, me aseé y luego me puse la túnica roja con capucha que había dentro del arcón. A continuación medité cuidadosamente sobre mi situación. Tanto si el regens estaba extremando sus precauciones por el bien de la seguridad de su capilla como si me estaba haciendo esperar en aquel humilde sótano como un insulto personal, lo cierto era que seguramente Ardan no me recibiría esa misma noche. Así pues, mi máxima preocupación eran las pesadillas que seguía sufriendo y que nublaban mi juicio hasta el punto de poner en peligro inconscientemente mi no vida  mientras me hallaba en sus garras. Consideré entonces todas las opciones. Si ahora me hallaba en la capilla Tremere de Praga, esta tendría protecciones mágicas de todo tipo, incluyendo las espirituales, por lo que si mis pesadillas eran producto de la obra de algún maligno ser espiritual, su influencia no podría traspasar los muros de la capilla. No obstante, si se debían a algún tipo de maldición o embrujo proferido por los habitantes de Satles, entonces las salvaguardias no me protegerían y corría el riesgo de que la Bestia Interior me incitase un violento frenesí o que arriesgase mi no vida de cualquier otro modo. Así pues, debía tomar medidas para cubrir esta última eventualidad. Me hallaba en un sótano, cuya única salida era la puerta que lo comunicaba con el corredor y la bodega. Por tanto decidí realizar el ritual de Protección contra Cainitas en el panel del falso tonel, incluyéndome a mí mismo en sus dañinos efectos y excluyendo al regens Ardan de los mismos. Después, me tumbé en el jergón, dispuesto a descansar el escaso tiempo que faltaba hasta la llegada del amanecer.

viernes, 15 de junio de 2012

C. DE T. 1 - 23: POLVO, SANGRE Y MUERTE


¡Malditas pesadillas! Salí del armario tambaleándome, aturdido aún por la experiencia que había padecido. Mis ropas estaban empapadas de sangre, pues había sudado mucha mientras me debatía en mis sueños. También tenía la mano abrasada y ennegrecida. No me atreví siquiera a alzar la vista hacia el postigo. Tenía miedo de volver a sufrir el maleficio. En su lugar, recogí la manta ensangrentada y corrí hacia la puerta exterior de la iglesia para huir de aquel pueblo maldito. Afuera no había ni un alma con vida en Satles. ¿Habían matado los Lupinos a Lars? No lo sabía, pero no deseé quedarme para averiguarlo. En este punto tenía dos opciones: seguir por la carretera caminando hacia Praga o volver sobre mis pasos. Recordaba que Erud me había dicho que desde esta aldea sólo tardaríamos cinco días en llegar a la ciudad. Podía hacerlo. Sólo tenía que evitar a los Lupinos y encontrar a tiempo refugios precarios en los que esconderme durante el día. Así pues, corrí por el camino de Praga como alma que lleva el Diablo.

Recuerdo muy pocas de lo que me ocurrió durante las siguientes noches. Creo que, de algún modo, me mantenía en el camino hasta que sentía la proximidad del alba, momento en que me alejaba considerablemente de la carretera para enterrarme en el suelo o esconderme en alguna grieta lo suficientemente grande en la roca, siempre tapado con la manta ensangrentada que había traído conmigo de la iglesia de Satles. Sí recuerdo vívidamente que las pesadillas no me abandonaron; en su lugar, aumentaron en intensidad y peligro. Soñé que estaba enterrado, a salvo de los mortíferos rayos del sol, pero que unos gusanos blancos escarbaban la tierra para introducirse a mordiscos en mi carne, comiéndola vorazmente e introduciéndose por debajo de la piel. Estuve a punto de huir, de salir a la superficie, pero eso sólo lograría que el sol me calcinase, así que resistí aquella terrible ilusión onírica haciendo acopio de toda mi voluntad. En otra ocasión, soñé que estaba protegido bajo las raíces de un árbol, pero que el suelo se vino abajo, tragándome en el proceso. Caí hasta llegar al altar del refugio de Lars, aunque esta vez el cadáver crucificado sobre el impío altar no parecía haberse quemado por las llamas que había provocado hacía dos noches. Estaba atrapado por las raíces. Alcé la vista al escuchar unos pasos. Derlush entró en la sala portando una antorcha. Le supliqué que me liberase, pero en lugar de hacerlo, usó el fuego para quemar partes de mi cuerpo, sonriendo con crueldad. El dolor de la traición fue abrumado por las caricias de las llamas y el hedor a carne y pelo quemados. Grité de agonía. La Bestia Interior trató de huir alocadamente. No obstante, me impuse a aquellos males recitando la letanía del poder de la pirámide Tremere y pude despertarme a tiempo para no volver a exponerme inconscientemente a la luz del sol. Sin embargo, pude escuchar con claridad unas carcajadas inhumanas en mi mente.

Llevaba tres días y tres noches así cuando llegué a las tierras de Bohemia. Estaba famélico, por la desmesurada cantidad de sangre que había perdido y medio enloquecido a causa de las pesadillas. Por fortuna, encontré una cabaña de ganaderos en un valle por el que discurría el camino. Me acerqué gritando y suplicando su ayuda, con la esperanza de que alguno de los ganaderos saliese a la noche y pudiese alimentarme de su sangre sin que me importasen las consecuencias. Ninguno cayó en la trampa. Debí suponerlo. En estas tierras, las muertes y las desapariciones durante la noche eran moneda corriente. Los mortales intuían que el mal había venido para reclamarlos y se negaban a abandonar la protección de su cabaña. Miré famélico a las ovejas cuyo caótico coro de balidos alarmados por mi presencia despertó las ansias inmediatas de la Bestia Interior, mas la contuve con gran esfuerzo. Necesitaba la fuerza y el sustento de la sangre humana. Realicé en silencio el ritual taumatúrgico del Paso Incorpóreo. Después, entré en la cabaña a través de la pared posterior. Al principio, los ganaderos no se percataron de mi presencia. Estaban aterrorizados junto a la puerta, escuchando atentos lo que ocurría al otro lado mientras aferraban sus bastones. Extendí una mano hacia ellos y volví a gritar "¡ayudadme!". Mi visión, translúcida y brillante, les aterrorizó más allá de la razón. Abrieron la puerta y huyeron del espectro que había venido en su búsqueda. Uno de ellos, empujó al más joven al suelo para intentar salvar su miserable vida. Elegí saciar mi sed con él como castigo. Me abalancé sobre él, volviéndome corpóreo y derribándolo al suelo, y bebí su sangre, no mucho, solo lo suficiente para calmar temporalmente mi sed imperecedera y dejarle con vida.

Luego, lo llevé al interior de la cabaña y atranqué la puerta para evitar que volviesen sus compañeros. Mis bofetadas lo reanimaron lo suficiente para que pudiese usar las artes de la Dominación, de modo que respondiese a mis preguntas. Su nombre era Mateo. No sabía nada de lo que ocurría en Satles, pero sí había visto que la caravana de Erud había pasado por ese camino hacía dos días. También me confirmó que Praga se hallaba a dos días de viaje desde aquí.  Era suficiente. Decidí utilizar a aquel ganadero como guía por aquellas tierras. Le convencí de que era la misma Muerte en persona y que había venido a reclamarlo por sus pecados; mastines del infierno vendrían a por su pútrida alma, mas él tendría la oportunidad de salvarse si rezaba piadosamente a Dios Todopoderoso y superaba las pruebas que le impusiera durante tres días y tres noches. Mateo, perturbado y débil, haría todo lo que le mandase. Empecé ordenándole que saliese fuera a rezar. Mientras el ganadero lo hacía, lavé la mugre que me cubría con la poca agua limpia que había en la cabaña y me vestí con las ropas de sus compañeros. Luego nos pusimos en marcha.

Seguimos juntos en silencio todo el camino hasta que el cielo nocturno comenzó a clarear, momento en que nos internamos en una arboleda y le ordené que me enterrase y permaneciese ayunando y rezando durante todo el día en ese mismo lugar. Él cumplió apresuradamente mis órdenes y, mientras lo hacía, sonreí satisfecho sabiendo que el cansancio y la falta de sangre harían que se desmayase y durmiese durante largas horas. Por mi parte, no hubo descanso, ya que volví a ser presa de otra pesadilla. En ella, mi sire Jervais trataba de asesinarme, mientras me insultaba y despotricaba contra mí a causa de mis fracasos. Logré escapar de la pesadilla a duras penas y, cuando me desperté a la noche siguiente, Mateo quedó aterrorizado cuando contempló cómo emergía desde las entrañas de la tierra. Se arrodilló ante mí y juró que se arrepentía de todos sus pecados, gimoteando que no quería ir al infierno. Parecía sinceramente apesadumbrado. Lo puse en pie y lo obligué a continuar su penitencia guiándome por el camino más directo hacia Praga.

A media noche encontramos un recodo de la carretera en el que había unos cadáveres salvajemente asesinados y varios carromatos destrozados. Reconocí a las víctimas. Eran los criados y mercenarios al servicio de Erud, cuyo cuerpo permanecía inerte junto a ellos. Me arrodillé junto a él para cerrarle sus ojos aterrorizados. Había disfrutado sinceramente de su ruda pero honesta compañía. A continuación pude apreciar que todos cadáveres presentaban marcas de garras y de grandes fauces. Las huellas en el barro pertenecían a grandes lobos. Por fortuna, no había rastro de Lushkar, ni de Derlush o de la niña, por lo que deduje que habían logrado escapar del ataque junto con algunas pocas almas afortunadas. Debía encontrarlos, por lo que seguimos nuestro camino a un paso más apresurado.

Por fin, llegamos a los campos que rodeaban Praga. Liberé a Mateo, asegurándole que el último día y noche de su penitencia dependían por completo de él. Si recuperaba la pureza de su alma, los mastines infernales desistirían de su empeño. Sin embargo, usé las artes de la Dominación para ordenarle que contase a nadie lo que le había sucedido. El mortal se alejó tembloroso y sobrecogido por la emoción. Creo que mis embustes convirtieron a esa ruin persona en algo mejor de lo que había sido hasta entonces.

A continuación me dirigí hacia la granja más cercana, pues necesitaba más sangre para aplacar mi sed, y entré en ella usando el ritual del Paso Incorpóreo para cruzar su pared sin despertar a sus ocupantes. Una vez en el interior, pude ver a un matrimonio durmiendo en el centro del lecho junto a varios niños en los extremos. Asqueado de mí mismo, mordí las tiernas pieles de los infantes y robé un poco de su sangre a cada uno. Me avergoncé de mis actos. Nunca había bebido la sangre de niños inocentes. Necesitaba su sangre para fortalecerme, pero ¿a qué precio? ¿En qué me estaba convirtiendo? Me sentí terriblemente apenado por la culpabilidad y me juré a mí mismo que no volvería a caer tan bajo. Salí silenciosamente de la cabaña y di los últimos pasos que me separaban de la ciudad.

jueves, 14 de junio de 2012

C. DE T. 1 - 22: LOBOS EN SATLES


Al despertarme, pude comprobar que me hallaba bien, aunque estaba completamente empapado de sangre. La intensidad de la pesadilla había sido tal que estuve sudando abundante sangre mientras trataba de escapar en mis sueños. Nunca me había pasado algo así. Me preguntaba en silencio si había caído víctima de un embrujo maligno. Sin embargo, traté de apartar a un lado esos temores y concentrarme en mis problemas más acuciantes. Pude comprobar que los criados de Lars no habían intentando abrirse paso a través de los escombros del derrumbe. ¿Por qué no lo habían hecho? Esa pregunta también me llenó de incertidumbre. No obstante, debía abandonar aquel lugar maldito. Realicé el ritual del Paso Incorpóreo de nuevo y atravesé aquel muro de tierra y roca como una brillante figura inmaterial.

Al llegar a las escaleras, recuperé la materialidad de mi ser. No había señales de huellas en el polvo y la trampilla permanecía cerrada. Temiendo una trampa, dejé que mi sangre vigorizase mi cuerpo para hacerlo más rápido y fuerte, y luego abrí la trampilla de un empellón, dispuesto a usar la daga contra cualquier desafortunado que se hallase vigilándola. Sin embargo, no había nadie en la cámara. Sin poder creerme mi buena fortuna, salí a hurtadillas de las ruinas de la fortaleza. No obstante, vi demasiado tarde a un criado que huía para dar la alarma a los suyos. Tenía que despistarlos con rapidez o en breve me quedaría sin posibilidad de escape. Convoqué de nuevo el aliento del dragón y, oculto por el pesado manto de la niebla, me escapé en la dirección contraria a la que había seguido el mortal.

Alcancé el río y me sumergí en las frías aguas de su corriente, para impedir que los perros pudiesen rastrear mi olor. Los descendientes de Caín no necesitábamos respirar, por lo que pude nadar a favor de la corriente por debajo de la superficie del agua. Evitando así a mis perseguidores, sólo asomé la cabeza por encima de las aguas para comprobar dónde me hallaba. Las corrientes me devolvieron a Satles después de un largo tiempo. No podía vislumbrar los edificios de la aldea, pero sí reconocí su desvencijado puente de madera hacia el que nadé tan silenciosamente como me fue posible. Cerca del mismo vi algo enredado en las ramas de un leño caído. Al acercarme descubrí el cadáver de un campesino. Tenía numerosas marcas de desgarros y heridas profundas, como si lo hubiese atacado una bestia salvaje. Sin más luz para observar con detenimiento sus heridas, era imposible confirmar aquellas impresiones.

De pronto, me quedé completamente inmóvil, flotando en el agua del río agarrado al cadáver, ya que una sombra pasó rápidamente sobre el puente. No tenía la forma de un hombre, sino la de un enorme lobo, de pelaje negro como la noche. La bestia cruzó el puente sin percatarse de mi presencia. Eso me hizo recordar que había rumores de que algunos descendientes de Caín, sobre todo los del linaje de los Gangrel, podían adoptar cuerpos lobunos o incluso convertirse en dispersos mantos de niebla. Así pues, ¿era Lars uno de tales Cainitas? Esperé un tiempo en las frías aguas, concentrando mis sentidos. Todo estaba en silencio. No escuchaba voces ni cascos de caballos al galope, mas pude oler el característico aroma de la sangre fresca recién derramada. Esperé un poco más y trepé por la zanja. Desde arriba, descubrí asombrado que el molino había sido asaltado y derruido, al igual que el mesón. En cualquier dirección a la que mirase, sólo podía ver los cuerpos de los vecinos de Satles tendidos inertes sobre el suelo, todos con marcas de garras y colmillos. No parecía que hubiese supervivientes. ¿Había masacrado Lars a sus propios vasallos en un arranque de  ira de su Bestia Interior?

Estaba confuso. Sin embargo, pronto descubrí las grandes huellas dejadas no sólo del lobo que había visto en el puente, sino también de sus compañeros de manada. Hombres lobo. Era la única explicación razonable. Las leyendas mortales aseguraban que los inocentes se convertían en bestias si sobrevivían a la mordedura de un hombre lobo, que se los podía reconocer porque les crecía abundante pelo en la palma de sus manos y que sólo se les podía matar usando un arma bañada en plata, pero tenía la certeza de que había tantas falsedades en esas leyendas como las que se contaban acerca de los monstruos bebedores de sangre. Lo que sí sabía con seguridad era que los hombres lobo odiaban a todos los Cainitas y, en especial, a los Tzimisce. Si Lars pertenecía a ese linaje, era lógico pensar que tal vez aquella manada de hombres lobo, llamados despectivamente Lupinos por los descendientes de Caín, estaban en guerra contra él. No podía confirmar esta conjetura de modo alguno, mas sí pude comprobar que las huellas se unían a la altura de la iglesia, para luego adentrarse en el bosque en dirección al claro donde había dado muerte a Orem la noche anterior. Me aterrorizó pensar que tal vez esas bestias estaban siguiendo mi propio rastro.

Si quería alcanzar la caravana de Erud, razoné, tendría que seguir a pie los caminos del este a través de bosques y montañas, una perspectiva nada halagüeña con un grupo de hombres lobo merodeando por los alrededores.  Decidí que debía dejar pasar al menos una noche más antes de arriesgarme a emprender tan arriesgado camino. Para ello, me alimenté de una de las reses que ahora pastaban libres en la campiña y luego me escondí en la iglesia de la aldea. La noche anterior no había tenido oportunidad de inspeccionarla, pero ahora pude comprobar que había sido despojada hacía tiempo de todos sus símbolos sagrados. Sabía que Lars había matado al párroco y a todos los que se negaron a abjurar de su fe cristiana, por lo que suponía que esta iglesia abandonada y vacía sería un buen escondite en el que permanecer esa noche y descansar durante el día que estaba por venir. El armario de la sacristía me pareció un lugar perfecto. Cerré todas las puertas y postigos. Luego, realicé el ritual de Defensa del Refugio Sagrado en el lado interno de las puertas del armario, para impedir que entrase la luz del día en su interior si alguien abría las ventanas y me exponía al sol para que muriese abrasado. Como precaución final, dormí en el interior envuelto en una vieja y mohosa manta.

No obstante, mis cuidadosas precauciones no pudieron salvarme de las pesadillas. Volvía encontrarme en aquel maldito bosque embrujado, que tan bien conocía y temía. La niña fugitiva, Sana, salió de un escondite bajo unas raíces para señalarme con el dedo y gritar "¡está aquí!". Intenté cogerla y hacerla callar, mas ella se apartó de mí. En aquel momento, un lobo enorme, casi tan grande como un caballo de monta y con un pelaje parecido al cielo nocturno, se avalanzó contra mí. Traté de huir, pero la bestia me alcanzó y hundió sus fauces en la blanda carne de mi vientre. El dolor me traspasó. Era incapaz de defenderme mientras el hombre lobo me zarandeaba furiosamente de un lado a otro. Acudió un segundo lobo, que también  aferró mi pierna y tiró de ella. Chillé de agonía.

Me desperté gritando, intentando huir desesperadamente de aquel dolor penetrante y sin estar despierto del todo, golpeé la puerta del armario, abriéndolo por completo y sacando medio cuerpo fuera de él. Las luces del sol, que se filtraban por las grietas del postigo, me ofrecieron su ardiente caricia abrasando mi mano derecha. Maldije con un alarido. ¡Aún era de día! Ese pensamiento se sobrepuso al dolor y, con gran esfuerzo, volví a entrar en el armario, cerrando la puerta conmigo. Había estado muy cerca de la muerte definitiva. Volví a caer dormido.

Cuando me desperté a la noche siguiente, salí del armario. Tenía la mano tan quemada como si la hubiese introducido en los fuegos de una hoguera. Mover la muñeca y los dedos me causaba un dolor atroz, pero di la bienvenida a esa sensación, pues significaba que aún me hallaba entre los vivos. También noté que había vuelto a sudar mucha sangre. Tenía que salir de Satles cuanto antes, pero debía comprobar que no hubiera ninguna amenaza fuera de la iglesia. Abrí el postigo, mas, no pude ver la aldea. Alguien había tapiado la ventana con tierra. Estaba confuso. ¿Qué había pasado? Algo se removió dentro de la tierra. Un gusano blanco salió perezoso, para caer al suelo. Luego otro y otro más. De la tierra surgían cada vez más gusanos blancos. Retrocedí alarmado y al darme la vuelta, vi a pocos pasos de distancia a Lars, que hundió una espada corta en mi vientre. El dolor volvió a lacerarme. Lars subió la hoja del arma sin esfuerzo, cortando cartílago y huesos, hasta clavarla en el esternón. Chillé de dolor. Sólo entonces, desperté realmente.